Una mujer indoblegable: Rosario Ibarra de Piedra

Rosario rompía los cánones, estaba en la oposición, se salía del huacal”. Eran los años álgidos del terrorismo de Estado

Ciudad de México. Rosario Ibarra de Piedra abrió la brecha en la lucha por los derechos humanos desde los años setenta del siglo pasado. «Peleaba sin odio», dijo Gabriela Mistral sobre José Martí. También aplica a esta mujer norteña, indoblegable, elocuente, que empezó exigiendo la aparición con vida de su hijo Jesús, un guerrillero desaparecido en 1975 en manos del ejército a los 19 años. Y así siguió, por décadas, alentando y formando el río de madres, esposas y hermanas de las víctimas de ese crimen de Estado que en el México de 2022 sigue impune.

Y así siguió hasta la primera hora de este 16 de abril, que murió rodeada de hijos y nietos, en su casa, a los 95 años.

Pero no fue a raíz del secuestro y desaparición de Guli (así le decían en casa a su hijo de 19 años) que Rosario, la doña, empezó su camino. Antes, con su esposo, el doctor Piedra Rosales, había participado en las protestas por los presos políticos del sesenta y ocho, los asesinatos del Jueves de Corpus en San Cosme y la desaparición de los primeros guerrilleros del Frente de Liberación Nacional (FLN) en Chiapas.

Cuando Jesús cayó en un operativo policiaco sin que policía o ejército reportaran su captura, su madre se trasladó de Monterrey a la capital para buscarlo, dejando atrás a sus otros hijos, su marido y su casa.

Y aquí se quedó, dispuesta a llegar hasta la verdad sobre el paradero de Jesús, con ese rostro de muchacho que se nos hizo tan familiar, porque Rosario lo llevaba siempre en el pecho, en grandes medallones que ella elaboraba, sobre sus vestidos negros, expresión de un luto que nunca se cerró.

Le comunicó a su esposo su decisión por teléfono. “Cuando me digas Eureka –le dijo a Rosario el doctor Piedra—sabré que lo has encontrado”. De ahí salió el nombre del Comité Eureka pero la gran luchadora murió ayer a la una, sin haber desentrañado la verdad sobre el paradero de su muchacho, y de muchos como él, a quienes adoptó como propios y acogió en su corazón de madre.

Se lo preguntó a Luis Echeverría, a López Portillo, a Miguel de la Madrid, a Carlos Salinas, a Ernesto Zedillo, a Vicente Fox, a Felipe Calderón…sexenio tras sexenio, hasta que le dieron las fuerzas.

A todos les reclamó y exigió: “Si cometió un delito júzguenlo, yo solo quiero saber donde lo tienen”.

Acudió a todos los procuradores de esas épocas, a todos los secretarios de Gobernación, a cientos de prisiones, ministerios públicos y morgues.

Se ponía mucho rímel, me contó un día, “para obligarme a no llorar frente a esos señorones del poder, así contengo las lágrimas para que no se me escurra”.

Un día esperando informes frente al portón del Campo Militar Número Uno se encontró a otra mujer, morenita y amable, preguntando también por su esposo. Se llamaba Celia Piedra: “Compartimos apellido y dolor, pero no somos parientes”. Pero se hicieron hermanas. Luego encontraron a otra mujer, y a muchas más. De Chihuahua, Sinaloa, Guerrero, Jalisco, Sonora, Oaxaca, otras familiares de personas detenidas-desaparecidas.

En esa época ni siquiera estaban acuñados los términos derechos humanos ni desaparición forzosa. Se empezó a tejer la red. Y a construir la causa. Y el lema: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos” empezó a ganar terreno en las calles y las plazas”.

Nació el Comité Eureka en 1977, años antes que sus compañeras de ruta, las argentinas Madres de la Plaza de Mayo. Desde los despachos de los funcionarios, en los dos países, las empezaron a llamar “locas”. Los que simpatizaban con ellas las llamaron “las doñas”. Ellas transformaron la historia.

En su libro Fuerte es el silencio, la escritora Elena Poniatowska relata esas extenuantes correrías de Rosario para acercarse a mandatarios y jefes. Y recoge esta declaración de ella: “Yo sigo yendo y viniendo, hago lo imposible, lo haré hasta que muera. Un hijo de Echeverría me dijo, chanceándome: ´Señora, es usted más terca que una mula coja´. Moriré terca, pero no puedo ser más que terca, aunque mi hijo esté muerto, tercamente seguiré, para que vuelvan los demás, aparezcan los otros jóvenes, que también son Jesús, mi hijo, mis hijos”.

Poniatowska fue de las muy pocas periodistas que se lanzó a reportear la huelga de hambre que convocó Rosario al frente del Comité Eureka de madres de desaparecidos de la guerra sucia en el atrio de la catedral metropolitana en 1983.

Como este movimiento, hostigado día y noche por elementos de la policía y la Dirección Federal de Seguridad, fue ignorada por los medios de comunicación, Elena decidió invitar un día a José Pagés Llergo al plantón.

“Me dijo textualmente: pinche vieja loca (nunca supe si se refería a mi o a ella, más bien creo que a ambas). Rosario rompía los cánones, estaba en la oposición, se salía del huacal”. Eran los años álgidos del terrorismo de Estado.

Una regla de oro de ese movimiento fue la civilidad. Luchaban, tomaban las calles, iban a todas las marchas, esgrimían banderas, mantas, ideas, exigencias, razones.

«Nosotros, que fuimos las primeras en sufrir el secuestro de nuestros hijos, y peor aún, que fue el Estado quien nos los secuestró, seguimos esperanzadas y luchando, pero sin odio, sin pedir que torturen a los torturadores ni que les apliquen la pena de muerte a los responsables de la desaparición forzada», decían. Eso fue pelear sin odio.

(Con información de La Jornada)

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