Ogossagou, febrero 14 2020: crónica de una matanza

Testigos cuentan la angustia en la aldea cuando los militares destacados desde la masacre de 2019 abandonan el lugar sin prevenir

El 23 de marzo de 2019, más de 160 civiles fulanis fueron masacrados al amanecer en una aldea del centro de Malí. Menos de un años después, los hombres armados y el horror volvieron a Ogossagou.

Ocho testimonios recabados por la AFP narran cómo unos 30 lugareños fueron asesinados en este pueblo el 14 de febrero. Son víctimas de la espiral de violencia de carácter comunitario y yihadista que ensangrienta la región.

Ogossagou es inaccesible para un periodista extranjero sin escolta militar excepcional. Pero el relato de los testigos cuenta la angustia que se apodera de la aldea cuando los militares destacados desde la masacre de 2019 abandonan el lugar sin prevenir. Primero sintieron terror, luego huyeron durante el ataque, y ahora están abatidos.

Cuando los cuarenta soldados se van el 13 de febrero los habitantes tienen un mal presentimiento.

Es como si unos hermanos se hubieran ido, dice Bakaye Ousmane Barry, de 46 años, un habitante de Ogossagou presente ese día.

Para explicar esta salida apresurada después de meses de presencia ininterrumpida, el gobernador de la región, Abdoulaye Cissé, alegó un reposicionamiento del ejército en territorio malí, después de varias operaciones yihadistas sangrientas.

Psicosis

«Vimos que la situación no mejoraba (a nivel nacional), quisimos cambiar de posición. Las fuerzas estaban en el lugar, estáticas, en posiciones más concebidas», dice el máximo representante del Estado en la región. «Ni siquiera suprimimos (la guarnición), nos estábamos reagrupando. En ese momento se produjo el drama que Ogossagou acaba de vivir por segunda vez».

Los soldados dejan a su suerte a la aldea, compuesta por un barrio dogon y uno fulani, uno de los pocos en varios kilómetros a la redonda donde todavía viven fulanis (también llamados peuls). En los alrededores decenas de aldeas fulanis se vaciaron debido a ataques.

Malí está en crisis desde 2012. En 2015 surgió en el centro del país un grupo yihadista en torno al predicador fulani Amadou Kouffa, que recluta entre los fulanis, dedicados tradicionalmente a la ganadería.

Entonces se multiplicaron los enfrentamientos entre esta comunidad y las etnias bambara y dogon, dedicados a la agricultura, que han creado grupos de autodefensa, como la milicia pro-Dogon Dan Na Ambassagou.

Todos son musulmanes, pero la violencia ha adquirido progresivamente una dimensión comunitaria.

A las 18H00 los soldados se fueron. La psicosis se apodera de la aldea.

«Desde ese momento hasta el amanecer, recibí decenas de llamadas», cuenta un dignatario de Ogossagou en la capital regional Mopti, adonde huyó hace cinco meses. Perdió a siete hermanos y a su padre el año pasado. «Sabíamos que cuando dejáramos de estar protegidos, nos atacarían de nuevo».

Lo cuenta bajo el anonimato, como otros, por razones de seguridad. Afirma haber alertado a seis autoridades diferentes: militares, administrativas, de la ONU. En vano. Un informe interno de la Misión de la ONU (Minusma) confirma que fue alertada la víspera de que hombres armados «fueron vistos agrupándose alrededor» de Ogossagou.

Una noche de terror

Según todos los habitantes consultados, se trata de cazadores dogones, la misma comunidad acusada en 2019. Como entonces no hay pruebas que lo demuestre. La milicia Dan Na Ambassagou, disuelta oficialmente el día después de la primera matanza de Ogossagou, desmintió estar detrás de esta nueva carnicería.

Cae la noche. «Imposible preparar la cena. Para qué preparar la comida cuando sabes que te van a atacar», dice Mariam Belko Barry, de 67 años, actualmente refugiada en Mopti.

En 2019 el ataque se produjo justo antes del amanecer. Por eso, ese día, ella intentó espantar el miedo a la noche: «tiene que salir el sol y todo irá mejor».

Un destacamento de cascos azules llegó poco antes de las 2H00, afirma el portavoz de Minusma, Olivier Salgado. Es decir más de seis horas después de ser alertada. Los cincuenta soldados no hallaron «signo alguno de amenaza» y continuaron la patrulla en aldeas aledañas.

En Ogossagou, los lugareños no lograban conciliar el sueño.

A las 5H00, el imán llamó a la oración del amanecer. Bakaye fue a la mezquita, rezó y se encomendó a Dios.

Sonó un primer disparo.

– Dos horas de disparos –

Bakaye se estremeció. En casa, Mariam Barry también oyó disparos. Todo se acelera. Corrió hacia la casa de barro del exmorabito, muerto el año pasado, porque «es más segura que la mía de paja». Después, con su esposo Aliou y muchos vecinos, huyó a la selva.

Mariam, una anciana que camina encorvada, corrió «más y más». Perdió de vista a su marido. Fue alcanzado por tres balas: en la rodilla, la cadera y el pie. Sobrevivirá. Ella siguió corriendo.

Bakaye salió de la mezquita a todo correr. «Todo el mundo huía». Cada vez hay más disparos. Son de armas automáticas.

Desde la distancia, el dignatario sigue llamando al pueblo y a las autoridades. Le dijeron que un destacamento estaba de camino. Hay que esperar.

Dos horas de balas. El humo negro se eleva desde el pueblo, cuentan algunos de los que se escondieron entre la maleza. Arden casas y graneros.

A las ocho llegan cuatro vehículos del ejército y tres de la ONU. Arrestan a un hombre armado; los otros ya se fueron.

Alejarse para siempre

Bakaye sale de entre las hierbas altas y regresa al pueblo. «Busco a mis seres queridos, los llamo, no sé dónde están».

Los habitantes regresan uno por uno. Los soldados se van con los hombres a peinar los alrededores. Los cuerpos, algunos carbonizados, se amontonan. Seis, luego 12, 21… Por la noche, Bamako anuncia 31 civiles muertos.

Los testigos dan cuenta de una decena de desaparecidos. Falta un hermano de Bakaye. «Espero que todavía esté escondido entre la maleza». La probabilidad de que sea así mengua cada día.

Ninguno quiere volver a Ogossagou. «Hasta la muerte, nunca. Si el ejército se va, nos volverán a atacar», afirma Mariam. La confianza en el ejército se ha roto, afirma otra lugareña que todavía está allí mediante un mensaje de texto.

Pero, ¿qué pasará con aquellos que, a diferencia de Mariam y Bakaye, no pudieron abandonar la aldea en un convoy militar para acompañar a sus familiares al hospital?

«Los niños ya no salen a divertirse, no nos atrevemos a llevar el ganado a pacer, ni a sacar agua del pozo, ni a buscar leña», afirma la misma lugareña. «Si salimos, nos matan. Esta aldea ya no nos pertenece».

(Con información de AFP)

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