Violencia policiaca: una epidemia tolerada
Más hombres negros asesinados por la policía… uno en Tulsa, Oklahoma, y otro en Charlotte, Carolina del Norte. Más protestas e incluso disturbios, escribe Charles M. Blow en The New York Times.
Otro ciclo en el que la televisión explota la pornografía de la muerte, el dolor y la angustia de los estadounidenses negros para ofrecer un espectáculo visual y aumentar los índices de audiencia.
También es otro momento en que nos enfocamos en casos, motivos y protestas individuales en vez de reconocer que somos testigos de una ola de actos que brotan en todo el país, el resultado de heridas culturales acumuladas —me atrevería a decir que es un grito primigenio— y un intento frenético de restañar el sangrado de nuevas heridas que se multiplican.
Ya no podemos permitirnos creer el delirio de que este momento de agitación se trata de casos aislados o de una disposición específica bajo la ley. El sistema de justicia está siendo cuestionado. Los mecanismos culturales que produjeron ese sistema también están siendo cuestionados. Estados Unidos, como un todo, está siendo cuestionado.
Estamos en una nueva era en la que el velo se ha levantado, y apareció el trauma.
Es una era de videos; los hechos que antes se filtraban a través de los recuentos policiacos y fuentes mediáticas, los hechos que antes se susurraban por encima del hombro en peluquerías y en las mesas de las cocinas, ahora se refuerzan gracias a la inmediatez y la veracidad de las pruebas visuales.
Es una era en la que el lenguaje de la resistencia se ha establecido y aceptado, en la que el modo de expresión y resistencia se ha demostrado y probó ser efectivo. Es una era de entendimiento y furia, de miedo y frustración, de activismo y alerta. La raza negra estadounidense está más allá del punto de quiebre, en un punto sin retorno.
Y en esta era, la discusión en torno a estos temas debe ser amplia y profunda porque las acciones necesarias para abordar los problemas deben ser amplias y profundas.
Este momento de la historia de nuestro país no se trata de cómo se expresan los miedos individuales en una llamada de emergencia, en la respuesta de un oficial, en armas que se sacan y se disparan, en el deseo de la gente negra de escapar para salvar sus vidas, en la ansiedad de los padres negros en torno a la seguridad de sus hijos.
Este momento se trata de la enorme estructura, casi invisible, en la que se basan esos miedos… la manera en que los medios y las representaciones culturales despliegan a la gente de raza negra como peligrosa, amenazante y criminal, y en especial a los hombres. Es acerca de la forma en que las políticas históricas crearon nuestros guetos estadounidenses modernos y su pobreza concentrada; la manera en que los guetos con todo su infortunio y desesperanza pueden convertirse en terreno fértil para el comportamiento criminal; la manera en que estas zonas hacen que la pobreza sea inevitable y las oportunidades escasas; la manera en que los recursos, desde la educación hasta los servicios de salud y nutrición, se limitan en estas áreas.
Seguimos hablando de decisiones, pero no hablamos lo suficiente acerca del hecho de que esas decisiones siempre se toman dentro de un contexto cultural e histórico.
No se trata de que la gente eligió vivir en vecindarios con viviendas y escuelas pobres, una infraestructura decadente y pocos supermercados y mucho menos centros de salud. Hubo muchos factores que crearon esos vecindarios: la huida de las personas blancas y la huida de las personas negras adineradas, la desinversión comunitaria, los negocios que le otorgan créditos a los consultorios y las políticas gubernamentales que asignan infraestructura y transporte público a ciertas partes de la ciudad y a otras no.
La gente que vive en esas comunidades —y que está atrapada en ellas— toma decisiones, a veces malas, dentro de ese contexto.
Podríamos decir que una mala decisión simplemente está mal, y la parte ofendida debe lidiar con las consecuencias. Sin embargo, las malas decisiones en un ambiente pobre no tienen las mismas consecuencias que las tomadas en ambientes adinerados. Para los pobres, las mismas malas decisiones se castigan más a menudo y de manera más severa, lo cual agrava sus carencias.
Después, Estados Unidos lo lleva más allá al imputar las malas decisiones de algunos a toda una raza, y al hacer eso establece el escenario para que ocurra el desastre. Esto crea la desconfianza y el miedo que pueden provocar las muertes que observamos, en las que quizá la persona asesinada no tomó ninguna mala decisión, en las que la única mala decisión fue jalar un gatillo.
Esto es lo que las personas quieren decir cuando hablan del impacto del racismo sistémico en estos casos y estas zonas.
No es que la policía albergue más racismo que el resto de Estados Unidos, sino que ese racismo de toda la sociedad, también dentro de nuestros departamentos de policía y el sistema de justicia, se ha erigido desproporcionadamente de formas que impactan a las comunidades pobres minoritarias. Eso queda sumamente claro en esos asesinatos.
Lo que llevó siglos construir podría requerir mucho más tiempo para ser eliminado. No se puede luchar contra el racismo deshojando la copa del árbol venenoso, sino tomando un hacha para cortarlo de raíz.
El candidato republicano a la vicepresidencia, Mike Pence, dijo la semana pasada: “Debemos hacer a un lado este diálogo, esta conversación acerca del racismo institucional y el sesgo institucional”, y lo llamó una “retórica de división”. Eso es exactamente lo opuesto a lo que deberíamos hacer.
La policía es un instrumento del Estado, y el Estado es la gente que lo conforma. La policía está realizando una campaña de control y contención de poblaciones, y esa campaña cuenta con la aprobación implícita de cada ciudadano dentro de su jurisdicción. Esto no es un problema de oficiales criminales; es el problema de una sociedad criminal.