Nefando: lenguaje para sobrevivir en medio de la violencia

Impresionante presentación, la que hace Eduardo Ruiz Sosa del libro Nefando:

La construcción y el uso de un lenguaje propio provienen de la necesidad de protegernos del lenguaje de los otros, es una de las grandes intuiciones de Nefando (Candaya, 2016), la segunda novela de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda.

Es también, me parece, una intuición compartida con El miedo a los bárbaros o La conquista de América: el problema del otro de Tzvetan Todorov; y con la obra de Herta Müller, Selva Almada; Clarice Lispector, Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda; y toda la obra poética de Paul Celan.

Es, tal vez, una de las intuiciones fundamentales de toda literatura que aborda la violencia no desde sus bordes afilados y escandalosos, no desde el grito a voz en cuello o desde la explosiva imagen del cuerpo desmembrado o de la ciudad en ruinas: es la intuición de la literatura que aborda la violencia desde la oquedad, desde la reconstrucción, desde la supervivencia y la constante convivencia con la herida ya cicatrizada: es la literatura que habla, más que de la amputación, de la prótesis que necesitamos inventarnos para seguir vivos en estos lugares en donde lo más habitual es la vejación, el hambre, lo abyecto.

Escribimos para que el lenguaje no nos destruya, dice, de muchas maneras, Mónica Ojeda. Nefando es la cristalización de ese lenguaje-prótesis, ese lenguaje que nos ayuda a caminar por entre las ruinas que seguimos llamando “nuestra casa”.

La narrativa del sobevivir

En el argumento de la novela, los hermanos Terán, destruidos desde la nervadura más íntima, construyen, con ayuda de otros tantos personajes, un lenguaje que, a partir de la lengua que los hirió irremediablemente, les permita dar nombre a la herida y convivir con ella día a día con la forma humana, y familiar, de la violencia.

No hay monstruo, hay el ejercicio de devenir monstruo. Así, pues, mediante la confección de un videojuego oculto en las profundidades de los reinos digitales, sostenido por el esqueleto de un lenguaje de programación, emerge la experiencia de un lenguaje que se defiende, que nos defiende, del lenguaje de los otros.

De la vorágine nos llega un grito que le da forma al Maelstrom: la visión del marino, desde las profundidades, y su regreso a la superficie: así es como, habitualmente, nos aproximamos a la violencia de los grandes sistemas, de los procesos que nos superan: dictaduras, crimen organizado, guerrillas, crímenes de Estado, toda la intemperie de la historia se dibuja con el testimonio.

Sin embargo hay momentos en los que sobreviene, de entre toda la maraña sistémica, un acontecimiento que arroja sobre el bulto informático una cota más alta, y muchas veces incomprensible, de la atrocidad: las decapitaciones videograbadas y transmitidas en internet; el hacinamiento de los cuerpos infantiles luego del incendio en el mal llamado “Hogar Seguro” en Guatemala como modo de encubrir el abuso sexual y la explotación; el desollamiento del rostro de algunas de las víctimas de diversos crímenes en México; la mutilación y el asesinato después de la violación o el padre que mata a sus hijos a modo de “venganza” porque su esposa no quiere seguir con él, la madre que busca a sus hijos y que termina muerta en mitad del mediodía.

¿Con qué lenguaje comprendemos y tratamos de explicar el lenguaje de una violencia que abyecta lo que ya es violento? Y, sobre todo, ¿con qué palabras seguimos vivos, cómo nombramos el mundo cuando hemos de ser sobrevivientes de una devastación que nos amputa, que nos somete constantemente, que nos recuerda, día a día, que somos la pierna, la mano, el ojo mutilados?

De esto habla Mónica Ojeda en Nefando, de un lenguaje necesario para decir ese otro grado de la violencia, el que nos deja sin palabras porque imaginamos la escena del que arranca la carne del rostro, del que enciende una pira con sus hijos, del que despaciosamente despelleja lo que ya ha sido aniquilado: nos preguntamos, entonces, ¿qué habla es posible en la mente de un individuo que lleva la violencia a los terrenos de una paciente y dilatada vejación?

La prótesis lingüística

El dolor es intransferible, incomunicable; su pulso es, en el momento de la cumbre nerviosa, una imposible traducción: sólo hablamos del recuerdo del dolor; ¿cómo, entonces, lo hacemos presente, cómo lo limpiamos de su liquen de anécdota?

Un lenguaje de prótesis imaginarias, lleno de palabras imaginarias, dice Mónica, un lenguaje para hacer-presente al presente.

Decía Walter Benjamin, a través del Libro de los pasajes¸ que su intención era “dejar que la cosa-en-sí hablara directamente al lector”, es decir, que el fenómeno, el acontecimiento, se mostraran casi sin intermediación para que la experiencia del libro fuese lo más parecido a la experiencia de la vida.

Pero el habla del dolor es un grito, y su transcripción es pura superficie: el dolor no está en el grito, está en el cuerpo.

Mónica Ojeda busca la entraña: su intención no es la de transcribir el momento de la amputación, el estado cumbre del dolor, sino que persigue el habla de la prótesis, la continua convivencia con la afectación: la vida después del velorio, después de la violación, la habitación del hijo desaparecido, intacta esperando su regreso imposible, la búsqueda llena de tierra y cansancio, por ejemplo, de Las Rastreadoras:

“Sólo nosotras sabemos lo que es vivir sin vida y soportar este dolor”, dijo una de las madres que barbechan la carne del Estado de Sinaloa buscando restos.

Ahí está el interés de la escritora ecuatoriana en Nefando: una terrible duda: ¿esperan encontrar el cuerpo de sus hijos y enfrentarse a la posibilidad de un descanso o mantienen el hondo deseo de nunca encontrarlo para pensar que sigue vivo en alguna parte, aunque se les vaya la vida entre matorrales y arroyos secos?

Vivir así, en el constante convivir con el fantasma, haber sobrevivido a la herida y que hable aquello que nos permite seguir viviendo, la prótesis, lo que se coloca delante, entre nosotros y lo absurdo, para seguir viendo en el espejo los ojos de los muertos sin volvernos locos por completo, eso es, pues, “lo nefando”.

¿Diablesis?

Algo cristiano hay en todo esto. Algo de la noción del sufrimiento como cumbre del amor, del sacrificio como virtud y la abnegación como vestidura de la santidad.

La redención, en la tradición judeocristiana, pero tal vez en todas las tradiciones religiosas, es fruto de un árbol sacrificial: desde Abraham hasta Cristo, la santidad, la lealtad al Dios reside en la capacidad de soportar el martirio del espíritu y la mortificación del cuerpo a la espera de un mundo, ultraterreno, donde el cuerpo no existe y, por tanto, el sufrimiento se queda en este mundo de cambio y fechas de caducidad.

Job es la suma de este arquetipo: es Satanás quien tienta a Dios a poner en entredicho la lealtad del natural de Uz –es interesante aquí pensar en la tentación a la que sucumbe el creador a manos de un ángel caído: el pecado del Dios es querer ser humano–, y así es que Job padece todo lo posible desde la sarna en la piel hasta el repudio de su esposa y la muerte de sus hijos. Y sigue siendo leal al Dios.

Sacrificio y mortificación. A su lado se sentaron sus amigos, en la desgracia, y durante siete días y siete noches ninguno pudo decir nada “porque su dolor era muy grande”. No había palabras para el dolor. Había paciencia.

Pero los hermanos Terán no eran Job, y si sufrieron fue porque alguien ejerció el tiento del ángel que se deja caer; y si fueron pacientes fue porque, como bien lo supo don Blas Coll, la confección de un nuevo lenguaje toma su tiempo, germina como un cuerpo nuevo en nosotros, exoesqueleto de la palabra, cuerpo que recibirá nuevas heridas y bulle de pronto cuando al salir se ofrece como una entidad nueva.

Esa entidad, otra vez, es Nefando.

Los hermanos Terán no hablan hacia afuera como tres individualidades diferentes: hay una escena, hacia el final del libro, en la que uno de los personajes, El Cuco Martínez, hacker que diseñó el lenguaje de programación del videojuego que cuenta la historia de los Terán, narra un hecho sencillo pero profundamente inquietante: durante un apagón, El Cuco mantuvo una larga conversación con Irene Terán, la mayor de los tres, una charla confesional, honesta, complicada para un personaje que si bien no es hermético sí era reservado en lo tocante a ciertos aspectos de su historia personal.

Durante un largo rato, horas tal vez, acostados en la cama, El Cuco e Irene hablaron largamente y se confiaron detalles que antes no se habían dicho; de pronto, en medio de la oscuridad del departamento, la puerta de la habitación se abre y se recorta, entre el juego de luces y sombras, la figura de Irene Terán, con su voz y su persona, como si se hubiera desdoblado de sí misma.

El Cuco, aterrado, salta de la cama: no sabe con quién ha estado hablando, quién es esa Irene Terán que desde el apagón había estado compartiendo con él una confesión íntima. Acostumbrando las pupilas se da cuenta de que se trataba de Emilio Terán, el hijo de en medio, quien había estado a su lado todo el tiempo, y que no pudo identificar una variación en la voz, en la forma de decir, en las historias personales que se habían contado.

Se dio cuenta, tiempo después, de que, si los Terán eran, hasta cierto punto, indisociables entre sí, era porque su lenguaje-prótesis era común: común a su tragedia, común a su convivencia con aquello en lo que el dolor se convierte cuando es una baba lenta que lo envenena todo sin matarlo: su lenguaje común era Nefando, el videojuego que contaba su presente, su hacerse-el-presente desde las heridas del pasado.

Bestias humanas

Dice Vladimir Jankélévitch que “No hay salvación sobre la tierra/ en tanto que se pueda perdonar a los verdugos”.

En el México de hoy, en la América Latina de hoy, en el mundo de hoy, pues, ya no se trata de perdonar a los verdugos: hoy convivimos con los asesinos, con los violadores, viven al lado, se sientan junto a nosotros a beber una cerveza, brindan con sus vasos sabiendo que la impunidad los protege y sonríen, como el padre que extiende su lengua en el sexo de la hija, su hija que es Job, el padre que es el ángel caído, y nosotros sabiendo, como dice el poeta Juan de Dios García, que “Los heridos reinventan el lenguaje”, y que al contar el pasado para hacerse-el-presente el lenguaje transforma y rompe todo lo que toca.

(Con información de El Universal)

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