Miles de rohinyás, atrapados en tierra de nadie

Hace tres semanas que Dil Mohamad y su familia están atrapados, junto a miles de rohinyás, en un pedazo de territorio entre su país natal de Birmania y Bangladés, tras huir de la violencia y los incendios que arrasaron sus poblados.

Más de 400 mil miembros de esta minoría musulmana han pasado a Bangladés desde fines de agosto, escapando de la represión del Ejército birmano desencadenada tras los ataques de los rebeldes rohinyás.

Pero a diferencia de los que hoy sí pueden atravesar la frontera, los primeros en huir el pasado mes de agosto no tuvieron inicialmente el derecho de ingresar en Bangladés.

Así, tuvieron que instalarse en una porción de territorio entre los dos países, esperando que la comunidad internacional haga presión sobre Birmania para autorizarlos a regresar.

«No tenemos ninguna intención de ir a Bangladés. Queremos volver a nuestro país» explica Dil Mohamad. «Birmania es mi país. Mi familia vive ahí desde hace generaciones».

Este campesino de 51 años asegura que 150 familias de su pueblo de Mae Di, en el estado de Rakáin, viven ahora en un campamento instalado en lo que antes era una tierra de nadie.

El hijo de Mohamad fue herido por balas durante la huida y está hospitalizado en Bangladés. Pero aunque ahora los rohinyás pueden entrar libremente en este país, Mohamad no tiene la menor intención de hacerlo.

Las miles de personas instaladas en este campamento, ubicado a unos centenares de metros de una valla con alambrada, tras la que empieza el territorio birmano, reciben alimentos, medicinas y agua potable.

‘La brisa de mi país’

«Esta gente podría permanecer aquí mucho tiempo», se inquieta el teniente coronel Manzurul Hasan Jan, del cuerpo de guardias fronterizos de Bangladés. «Bangladés es un país pobre, pero les hemos tendido la mano y estoy orgulloso de ello», agrega, sin embargo.

Este oficial fue probablemente uno de los primeros en haber tomado conciencia del drama que se gestaba en Birmania, cuando los guardias apostados en la frontera escucharon en agosto el crepitar de las armas automáticas y de los morteros del otro de la frontera.

La primera reacción del teniente coronel fue llamar a sus colegas birmanos para proponer una reunión en la frontera.

Pero incluso antes de que esta reunión fuera organizada, el hombre vio a mujeres y niños bajar de las colinas birmanas, hacia la frontera.

Sus hombres intentaron tranquilizar a estos civiles, que finalmente regresaron voluntariamente a sus hogares. Pero al día siguiente, los disparos volvieron a sonar y los refugiados regresaron a la frontera, más numerosos aún.

«Ahí comprendí que estábamos ante una crisis humanitaria», dice. Por ello permitió a los más enfermos ingresar a Bangladés, y organizó la distribución de agua y alimentos a los demás.

En los días siguientes, siguió aumentando el número de refugiados que llegaban de Birmania, algunos de ellos heridos. Organizaciones humanitarias y responsables bangladesíes afirman que Birmania ha minado la frontera para impedir que retornen estos refugiados.

Los rohinyás, tratados como extranjeros en Birmania, un país en donde más del 90% de la población es budista, son considerados apátridas a pesar de que algunos estén instalados allí desde hace generaciones.

Frente a la magnitud del éxodo de los rohinyás, la ONU ya no duda en hablar de «limpieza étnica». Esta semana el Consejo de Seguridad reclamó a Birmania que tomara medidas «inmediatas» para acabar con la «violencia excesiva» en el estado de Rakáin, fronterizo con Bangladés.

Para el teniente coronel Jan, los refugiados no podrán permanecer eternamente en esta tierra de nadie en la frontera. Según él, tendrán que ser aceptados en Bangladés cuando el Gobierno haya terminado de instalar los campamentos susceptibles de acogerlos.

Pero esta perspectiva disgusta a algunos refugiados. «Me gusta estar aquí», dice Mohamad Arif, de 42 años. «Puedo mirar hacia las colinas, y respirar la brisa que viene de mi país. Eso me hace sentir mejor».

(Con información de AFP)

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