Los medios y los alcahuetes
El acceso a los medios de comunicación, centralizado por el Instituto Nacional Electoral y convertido en un enorme pastel de tiempos oficiales divididos en rebanadas de “spots” en abierta competencia por la mala calidad o provechosamente incautados por los presidentes de los partidos para promover inminentes candidaturas, ya es algo insufrible, relata en su columna René Cardona en su columna El Cristalazo.
Y a eso se agrega el disfraz informativo: las entrevistas. El periodismo como alcahuete de la propaganda. No importa quién sostenga las charlas, ni cómo se disimule su condición propagandística por encima de su genuino contenido informativo. Son casos de autopromoción.
El asunto siempre es el mismo.
Un señor o una señora entrevistan a un señor o una señora a quien tratan de forma reverente, con buenas maneras, como si se tratara de un cliente bien atendido en el mercado de la lisonja.
—Va usted a ver cómo le luce bonito el trajecito. Es a la medida…
La entrevista, en sí misma, como género periodístico es el mejor espacio para la simulación. Tiene mucho de teatralidad, de arreglo. Yo hago como si apretara y tú haces como si respondieras.
Las confesiones, definiciones, explicaciones en primera persona son a veces increíbles. Vomitivas, diría el “Gran Fox”.
A la pregunta “dura” se responde con la caradura.
Pero todo ese despliegue de recursos parlanchines, ese peregrinar por radiodifusoras y canales de televisión es posible de esta manera, por una falla de la ley.
O mejor dicho, un mecanismo legal defectuoso les permite a estos aspirantes declarados (algunos ponen en ese mismo caso a Jorge Castañeda) promoverse en las plazas radiofónicas por encima de las restricciones de compra de espacio. Y el prefijo “pre” los salva de las limitaciones de los candidatos. Todo un malabarismo. Soy pero no soy.
Finalmente ni las editoriales en promoción comercial ni el interés periodístico (no el de los periodistas en los políticos, sino el de los políticos en los periodistas en hermosa simbiosis) no se puede evitar (ni se debe) por la legislación electoral.
Entonces estamos en el peor de los mundos: la ley no impide cuanto quiere evitar y su regulación resulta entonces innecesaria, por un lado, y burlada, por el otro. ¿Para qué?