Leer en avión es (más) peligroso
La Habana. Era en el siglo XX, como quien dice a la vuelta de la esquina del recuerdo. Eran unos hombres espigados y grises, vestidos de grises reproches por las consecuencias de la I Guerra Mundial (1914-1918) que había dejado a Alemania contra las cuerdas del hambre en aquellos años de 1930.
Entonces aquellos hombres, vestidos de gris como si de una promesa de Semana Santa se tratase, dijeron que iban a reconstruir el país a través del nacional-socialismo que predicaban. Y la gente aplaudía y seguía teniendo que llevar una carretilla de marcos alemanes hasta el quiosco para comprar el diario. Tal era la ruina.
Aquellos hombres de gris con caras grises y pensamientos grises supieron inmediatamente que la lectura era peligrosa, sobre todo cuando hay locos que, además de leer, pueden comprender lo que leen, meditar y sacar conclusiones.
Ellos, los hombres grises de grises modales, preferían la música estridente de Wagner, que invadía y rompía sus bellos corazones de hombres de gris. Ya preparaban, sin saberlo, el Apocalypse Now de Francis Ford Coppola.
El jefe de estos grises de mentes grises era pintor y escritor, autor de un solo libro, ‘Mein Kampf’ (Mi lucha). Un libro que le bastó y sobró para tener la revelación de que los libros pueden ser más explosivos que las bombas.
El jefe no consiguió convencer al mundo con los argumentos que había escrito por lo que un buen día, malo para todos menos para los grises, empezó a guerrear por toda Europa, dominando, sometiendo y haciéndose el amo en nombre de su libertad.
Mientras tanto, en su Alemania natal había gente que quería seguir leyendo porque decían que la lectura les daba libertad. Y el amo de todos ellos, que nunca se afeitaría el bigotillo que un día le copiaría un cómico de cine, Charlie Chaplin, llegó a la conclusión, mientras seguía apabullando a sus vecinos, en nombre de su Reich y de su locura, que un hombre leído y estudiado podía llegar a ser más peligroso que el mismísimo Superman.
Entonces mandó a sus fieles vestidos de gris que utilizaran libros para enormes hogueras -con lo que el pueblo hambriento creería que eran las hogueras de San Juan-, aunque las alimentaban con todas las librerías que encontraban a su paso. En 1936, otro hombre gris, pero más gordito y que no sabía escribir, aunque se le daba bien con los guiones de cine a su propia gloria, dominó España, a imagen y semejanza de su fuhrer alemán.
Y cuando hubo ganado la guerra a los infieles, que se llamaban republicanos, también se dio cuenta de que los libros eran una mala cosa, un peligro para todos, sobre todo para él mismo.
Y si no imitó las divertidas hogueras de aquel particular San Juan de los hombres grises, dio órdenes de que reinase en España el pensamiento único, el que sus huestes y sus curas imponían a los españoles. Y entonces, leer fue un calvario peligroso para cualquier español. Cuarenta años duró aquel régimen sin papel y sin ideas.
En pleno siglo de las luces apagadas, en 2017, verano de 2017 porque esta fecha hay que marcarla, diferentes medios de prensa europeos, comenzando por el diario The Telegraph, anuncian que, en Estados Unidos, patria de grandes escritores, los gobernantes empiezan a preguntarse si no podrá ser indigesto tanto libro.
Entonces han empezado a imponer un toque de queda en los aeropuertos, donde los pasajeros deberán enseñar el o los libros que puedan llevar encima, para leer durante el vuelo. Advierten los mandados del presidente Donald Trump que no se trata de vigilar el pensamiento de la gente. Claro, por tus libros conoceré tu alma, dicen que dijo Confucio.
Agregan los celadores que se trata de impedir que dentro de un libro pueda haber algún artefacto. ¡Cómo no habíamos caído en eso…! Es que, se tire por donde se tire, la lectura termina siempre por ser peligrosa.
Hace ya tiempo que, al menos en Europa, la profesión no es indicada en los pasaportes porque para gente como los periodistas y otros furiosos era realmente peligroso si caían en manos de los herederos de aquellos grises de Alemania. Imagino así un diálogo entre un policía fronterizo norteamericano y su víctima:
-Sir, ¿para qué lleva usted de viaje las obras completas de Henry Miller (siempre, piensa el funcionario, muy subiditas de tono, e incluso con relentes de pornógrafo para paladares delicados), sir?
Mientras el pasajero busca una desesperada respuesta, el agente tiene un orgasmo de sonrisa feliz porque ha descubierto la profesión del tipo:
-¡Aquí dice que es usted periodista!
Esto no era más que un cuento absurdo. Ya no hay grises en el mundo. El señor del bigotito que escribió un solo libro en Alemania en aquellos terribles años 30, está muerto o eso han informado las autoridades. Por cierto, que en esta disparatada historia de policías de la conciencia en aeropuertos norteamericanos no he visto el nombre de Donald Trump. ¿Será que el presidente gusta de un buen libro? (Publicado en Orbe tomado de Firmas Selectas)
(Con información de Sergio Berrocal, escritor y periodista francés residente en España, publicado en Prensa Latina)