El papel de la cultura empresarial de EU y la disminución del Estado
En la batalla cultural republicana se postulan políticas que suprimen los derechos sociales y ahorcan la libertad intelectual
En décadas recientes, el Partido Republicano ha derivado hacia el extremo más reaccionario. Trump sólo aceleró y cimentó la transición de ese partido hacia una organización política antidemocrática y protofascista.
Pero el fenómeno Trump es también singular en otros aspectos, y su impacto en la política y la sociedad estadunidenses se sentirá durante muchos años.
En esta entrevista, Noam Chomsky ofrece un profundo análisis de la evolución del entorno político estadunidense y de cómo la lucha de clases y la represión han convertido a la cultura empresarial en la fuerza dominante, que ha llevado a la sociedad de Estados Unidos hacia una distopía neoliberal.
También arroja luz sobre por qué el Partido Republicano ha convertido la política del país en una batalla cultural, al postular políticas que suprimen los derechos sociales y ahorcan la libertad intelectual.
C. J. Polychroniou (CJP): Noam, el Partido Republicano se ha convertido en una organización descaradamente antidemocrática, que conduce a Estados Unidos hacia el autoritarismo. El estado de derecho no les importa, y sin embargo afirman que son los demócratas los que llevan al país al autoritarismo. ¿Qué es lo que da forma al carácter actual del Partido Republicano?
Noam Chomsky (NC): Lo que se despliega ante nuestros ojos es una especie de tragedia clásica, cuya sombría conclusión viene dada de antemano. Los orígenes están muy arraigados en la historia de una sociedad que ha sido libre y próspera para los privilegiados, terrible para los que se interponen en su camino.
Hace un siglo se llegó a una fase similar a la actual. En su estudio clásico The Fall of the House of Labor (La caída de la Casa del Trabajo), el historiador laboral David Montgomery escribe que en la década de 1920 “el dominio empresarial de la vida estadunidense parecía seguro… La racionalización de las empresas podía seguir adelante con el indispensable apoyo del gobierno. La desigualdad era rampante, junto con la corrupción y la avaricia. El vibrante movimiento laboral había sido aplastado por la marea roja de Woodrow Wilson, luego de décadas de represión violenta.
“El Estados Unidos moderno había sido creado por encima de las protestas de los trabajadores”, continuaba Montgomery, “aun si cada paso en su formación había sido influido por las actividades, organizaciones y propuestas surgidas de la vida de la clase trabajadora”. A finales del siglo XIX parecía posible que los Caballeros del Trabajo, con su demanda de que las fábricas deberían pertenecer a quienes trabajaban en ellas, se vincularan con el movimiento de los campesinos radicales, los populistas, quienes buscaban una “mancomunidad cooperativa” que liberara a los campesinos de la tiranía de los banqueros y los administradores de los mercados del noreste. Eso habría conducido a un Estados Unidos muy diferente, pero no pudo resistir la represión y violencia del Estado y las empresas.
Unos años después de la caída de la Casa del Trabajo vino la gran depresión. El movimiento laboral revivió y se expandió, llegando a una organización industrial en gran escala y acciones militantes. De manera crucial, había un gobierno que simpatizaba con él, y un ambiente político vívido y a menudo radical. Todo esto sentó las bases de las reformas del Nuevo Trato, que produjeron enorme mejoría en la vida estadunidense y tuvieron repercusiones en la democracia social europea.
El mundo empresarial se dividió. La investigación de Thomas Ferguson muestra que las empresas de capital intensivo, orientadas al exterior, aceptaron las políticas del Nuevo Trato, en tanto las empresas de trabajo intensivo, orientadas al interior, se oponían con fiereza. Las publicaciones de éstas advertían de los “peligros que enfrentaban los industriales” ante la acción laboral respaldada por “el recién adquirido poder político de las masas”, temas explorados en profundidad en el libro Taking the Risks out of Democracy, de Alex Carey, pionero en el estudio de la propaganda empresarial.
Tan pronto como la guerra terminó, el mundo empresarial lanzó un fuerte ataque contra los trabajadores. Su escala fue impresionante, desde el adoctrinamiento en masa de trabajadores hasta la apropiación de ligas deportivas. Todo esto formó parte del proyecto de “vender la libre empresa”, en el que los vendedores se hinchaban de riqueza mientras el trabajo duro y creativo de construir la nueva economía de alta tecnología se cargaba a la cuenta del contribuyente.
La represión violenta ya no era adecuada para restaurar los gloriosos días de la década de 1920. Se desarrollaron medios más sutiles de adoctrinamiento, entre ellos “métodos científicos de romper huelgas”, elevados al nivel de arte con el apoyo de los gobiernos de Reagan en adelante, que apenas si prestan atención a las pocas leyes laborales que subsisten.
La campaña empresarial fue acelerada por el ataque a las libertades civiles conocido como macartismo, que condujo a la expulsión de muchos de los más efectivos activistas y organizadores laborales. Los sindicatos entraron en un convenio con el capital a fin de ganar beneficios para sus miembros (aunque no para el público), a cambio de abandonar cualquier papel significativo en la marcha del negocio.
El capitalismo reglamentado de los primeros años de posguerra ha sido llamado la “edad de oro del capitalismo (de Estado)”, con un crecimiento alto e igualitario. Hacia mediados de la década de 1960, el activismo popular comenzaba a exponer algo de la historia estadunidense, largamente oculta, y a encarar algo de su brutal legado, una vez más, con la cooperación de un gobierno simpatizante.
Hacia principios de la década de 1970, el orden social establecido se tambaleó bajo el impacto del “choque de Nixon”, que socavó el sistema de posguerra de Bretton Woods, la estanflación y, no menos importante, la creciente amenaza de los movimientos populares que civilizaban a la sociedad. Las preocupaciones de la élite se reflejaban en publicaciones importantes que abarcaban el espectro de opinión dominante.
En la extrema izquierda liberal, los internacionalistas, como la Comisión Trilateral, dieron a conocer su primera publicación, La crisis de la democracia. El color político de la comisión es bien ilustrado por el hecho de que el gobierno de James Carter surgió en gran medida de sus filas. La “crisis” que les interesaba se refería al activismo de la década de 1960, que movilizó a la gente a impulsar sus demandas en la arena política. Esos “intereses especiales”, como se les llama, imponían demasiadas presiones al Estado y causaban una crisis de la democracia. La solución que recomendaban era más “moderación en la democracia” por parte de esos intereses especiales: minorías, mujeres, jóvenes, ancianos, trabajadores, campesinos, en suma, la población, quienes tenían que ser “espectadores”, no “participantes”, de acuerdo con la teoría demócrata liberal (Walter Lippmann, Harold Lasswell, Reinhold Niebuhr y otras figuras distinguidas).
Dejaban en silencio una premisa crucial: había que “poner en su lugar” a los “intereses especiales”, como aconsejaba Lippmann, a modo de dejar amplio espacio al “interés nacional”, el cual es sostenido por los “maestros de la humanidad”, término con que Adam Smith designó a las clases empresariales, que dan forma a la política nacional de modo que sus propios intereses “sean atendidos del modo más peculiar”. Palabras textuales de Smith, que resuenan fuerte hoy día.
De particular interés para los liberales trilaterales eran las fallas de las instituciones responsables “de adoctrinar a los jóvenes”, en particular las escuelas y universidades. Por eso los jóvenes abogaban por los derechos civiles, por los derechos de las mujeres, por poner fin a una criminal guerra de agresión y otros temas que se apartaban del curso apropiado de pasividad y conformismo. Aquí también era necesario un cambio de curso para sostener un orden social apropiado, tareas que fueron atendidas a su debido tiempo.
Otra preocupación eran los medios, descontrolados y conflictivos, que amenazaban a la “democracia” al cuestionar demasiadas cosas. La Comisión recomendaba la intervención del Estado para superar la crisis.
Así era percibido ese “tiempo de turbulencias” en el extremo izquierdo del espectro dominante. En el extremo derecho, las posturas eran mucho más duras. El ejemplo más importante es el Memorando Powell, presentado a la Cámara de Comercio por el abogado corporativo (más tarde juez de la Suprema Corte) Lewis Powell. Escrito en términos apocalípticos, el memorando es un llamado a las armas al mundo empresarial para defender el “sistema económico estadunidense” y “el sistema político estadunidense regido por el estado de derecho”, los cuales estaban “bajo intenso ataque”, de manera inédita en la historia del país. El ataque era tan poderoso, que la supervivencia misma del sistema económico y la democracia política estaban en riesgo, cosa que “ninguna persona en su sano juicio puede negar”.
Powell recomienda que las empresas se levanten de su tradicional pasividad y tomen medidas enérgicas para contener este “asalto masivo a sus fundamentos económicos, a su filosofía, a su derecho a manejar sus propios asuntos y, de hecho, a su integridad”.
El mundo empresarial puede fácilmente tomar esas medidas, señala Powell. Tiene en sus manos la riqueza de la nación y es dueño en buena parte de las instituciones que están dedicadas a destruirlo, junto con la democracia estadunidense y la libertad.
Las medidas que esboza son muy variadas. Por consiguiente, “no se debe vacilar en atacar a los Nader y los Marcuse y a otros que abiertamente buscan la destrucción del sistema… Tal vez el antagonista más efectivo de la empresa estadunidense sea Ralph Nader, quien –gracias en gran medida a los medios– se ha vuelto una leyenda de su tiempo y un ídolo de millones de estadunidenses”. La izquierda que domina los medios es tan incorregible que es capaz de elogiar los esfuerzos de Nader por hacer más seguros los automóviles, ataque escandaloso a nuestros valores fundamentales.
Casi tan peligroso es Herbert Marcuse, con su enorme influencia en los campus universitarios. De esos bastiones de la extrema izquierda egresan “decenas de jóvenes brillantes que desprecian el sistema político y económico estadunidense” y que luego ingresan a los medios y al gobierno, instituciones de las que las empresas y los partidarios de la “libre empresa” son virtualmente excluidos. Como “todo ejecutivo empresarial sabe, pocos elementos de la sociedad estadunidense actual tienen tan poca influencia en el gobierno como los empresarios, las empresas, o incluso los millones de accionistas de las empresas” (que la izquierda cree falsamente que favorecen a los ricos).
En este caso, Powell por fin muestra evidencias, no sólo diatribas de la ultraderecha: “Los ejemplos actuales de la impotencia de las empresas, y del desprecio que enfrentan las opiniones empresariales, son las estampidas de políticos para apoyar casi cualquier legislación relativa al ‘consumismo’ o al ‘medio ambiente’”, comillas de terror ante esas absurdas invenciones de la izquierda rampante.
No sólo los campus universitarios necesitan ser “curados” de la patología de despreciar todo lo estadunidense. Lo mismo se puede decir de los medios, en particular la televisión, que debe ser monitoreada con cuidado y “mantenida en constante vigilancia… en la misma forma en que deben serlo los libros de texto”. El monitoreo debe ser realizado por defensores neutrales e independientes del modo de ser estadunidense, determinado por el mundo empresarial. Es de suma importancia monitorear “el cotidiano ‘análisis de las noticias’, que muy a menudo incluye las críticas más insidiosas al sistema empresarial”.
Las empresas guardan silencio mientras este “ataque al sistema empresarial… ha evolucionado gradualmente en las dos décadas pasadas”. Los inocentes en las oficinas empresariales jamás han soñado en desarrollar programas para “vender la libre empresa”, al contrario de lo que las becas documentan en extenso detalle.
A la cruelmente oprimida comunidad empresarial le resultará “difícil competir con un Elridge Cleaver o incluso con un Charles Reich por la atención de los lectores”, o con el “ultraliberal Jack Newfield, quien escribió en el diario New York que la necesidad de raíz de nuestra nación es ‘redistribuir la riqueza’”.
¡El horror, el horror!
La tarea de redistribuir la riqueza aún más hacia los muy ricos fue emprendida poco después, en parte bajo la influencia del memorando de Powell, aunque el proceso ya estaba en marcha de manera independiente bajo el liderazgo ideológico de las principales fuentes de Powell, en particular Milton Friedman. El desarreglo de la década de 1970 dio oportunidad para que los gurús neoliberales pasaran de destruir la economía de Chile, como lo hacían en ese tiempo (el derrumbe vino poco después) a aplicar esas mismas doctrinas en Estados Unidos y Gran Bretaña, y en gran parte del resto del mundo.
El Memorando Powell ofrece una visión interesante de la mentalidad de la Cámara de Comercio. La postura básica es la de un niño mimado de tres años que posee todo lo imaginable, pero al que le da el patatús si alguien le quita una canica de una colección que tenía olvidada. Poseer virtualmente todo no es suficiente. No se nos puede apartar de perseguir la “máxima vil de los amos de la humanidad: todo para nosotros y nada para los demás”, que parece sostenerse “en todas las épocas del mundo”, como observó Adam Smith.
No tardamos mucho en entender el ataque de los amos. En 1978, el presidente del sindicato de trabajadores de la industria automotriz (UAW, por sus siglas en inglés), Doug Fraser, se retiró de una comisión de dirección laboral organizada por el gobierno de Carter, y condenó a los líderes empresariales por haber “optado por lanzar una guerra de clases de un solo lado en este país: una guerra contra los trabajadores, los desempleados, los pobres, las minorías, los muy jóvenes y los muy viejos, e incluso contra muchos de la clase media de nuestra sociedad” y de haber “destruido y desechado el frágil pacto no escrito que existió durante un periodo de crecimiento y progreso”, la era dorada de la endeble colaboración de clases.
Pasemos ahora a la guerra abierta de clases de los años neoliberales. Los partidos políticos se adaptaron al asalto de las empresas y ayudaron a acelerarlo. Los demócratas abandonaron su limitado compromiso con la clase trabajadora y se convirtieron en un partido de acaudalados profesionales y Wall Street. Los republicanos moderados, que apenas si se distinguían de los demócratas liberales, desaparecieron. Hoy día ni siquiera serían RINO (siglas en inglés para republicanos sólo de nombre). Los líderes del partido entendían bien que no podían ganar votos con sus políticas reales de servicio abyecto a los súper ricos y al sector empresarial, y por lo tanto debían desviar la atención de los electores a lo que se conoce como “temas culturales”. Ese proceso comenzó con la estrategia sureña de Nixon, diseñada para que los demócratas del sur se pasaran al bando republicano mediante llamados racistas, que con Reagan se volvieron gritos abiertos. También reconocieron que, al fingir que se oponían enérgicamente al aborto, podrían ganarse el voto de evangélicos y católicos. Luego vinieron las armas, y todo el resto del actual aparato de engaños. Entre tanto, tras bambalinas, el partido se dedicaba con todo a la máxima vil.
Si bien los demócratas habían entregado la clase trabajadora a sus enemigos de clase, las barreras al ataque permanecían. Los reaganistas entendían la necesidad de privar de medios de defensa a sus enemigos. Al igual que Thatcher en Inglaterra, su primer acto fue un gran ataque a los trabajadores, abriendo la puerta para que la clase empresarial intensificara la guerra que había reiniciado al final de la Segunda Guerra Mundial. Clinton cooperó, con sus políticas de globalización neoliberal, diseñadas para maximizar las ganancias empresariales y socavar aún más a los trabajadores.
No debería ser necesario revisar de nuevo las consecuencias, desde la “transferencia” de unos 50 billones de dólares a las arcas del uno por ciento más rico hasta la amplia gama de otros logros, con pocas restricciones. Un ejemplo revelador es la mortalidad: “de la década de 1980 en adelante, Estados Unidos comenzó a rezagarse con respecto a sus iguales” en mortalidad, llegando a más de un millón de decesos adicionales en 2021. El incremento de la mortalidad en la pasada media docena de años no tiene precedente, aparte de la guerra y la peste. También a partir más o antes de 1980 los costos de la atención a la salud en el país comenzaron a apartarse radicalmente de los de naciones comparables, junto con algunos de los peores resultados.
Otras dimensiones revelan similares distanciamientos de la norma: el encarcelamiento, por mencionar sólo uno. En la década de 1970, las tasas de encarcelamiento en Estados Unidos eran equivalentes a las de países comparables. Hoy son de 5 a 10 veces más elevadas, otra indicación de ruptura social.
Durante estos años, los republicanos virtualmente abandonaron toda pretensión de ser un partido parlamentario normal, hasta una extensión que causa asombro entre los analistas políticos veteranos. Thomas Mann y Norman Ornstein, del American Enterprise Institute, describen a ese partido como una “insurgencia radical”, que ha abandonado los procedimientos parlamentarios normales. Algunos van más allá. Edward Luce, veterano analista político del Financial Times de Londres, escribe: “Durante mi carrera he cubierto el extremismo y las ideologías violentas en todo el mundo. Nunca me había encontrado con una fuerza política más nihilista, peligrosa y despreciable que los republicanos de hoy. Ni siquiera cerca”. Su comentario es respaldado por el ex director de la CIA Michael Hayden.
Mann y Ornstein delinean el fuerte descenso del Partido Republicano hacia el armamentismo de Newt Gingrich, que lo ha convertido en un instrumento para retener el poder por cualquier medio. El proceso se aceleró con Mitch McConnell, apenas disimulado. La elección de Obama proporcionó nuevo pábulo al elemento supremacista de la campaña que busca desviar la atención hacia los “temas culturales”, promoviendo los agravios de “la gran sustitución”.
Es muy notable ver lo que ha ocurrido a los restos de lo que alguna vez fue un auténtico partido. Actualmente, las calificaciones para el Congreso se reducen en gran parte a votar “no” si McConnell lo ordena y hacer viajes ocasionales a Mar-a-Lago para sacar brillo a los zapatos de Trump.
La base popular del partido ha sido afectada por esta declinación, en particular en los años del culto a Trump. Alrededor de 70 por ciento cree que la elección de 2020 fue robada. Dos tercios “creen que los cambios demográficos del país son orquestados por ‘líderes liberales que intentan ganar poder político remplazando a más electores blancos conservadores’”, la teoría de la gran sustitución, que hace no mucho tiempo se restringía a la periferia neonazi. La mitad de los republicanos creen que “la dirigencia demócrata está involucrada en círculos elitistas de tráfico sexual con niños”. Esta historia, casi increíble, sigue cundiendo.
Más ominoso es el interés marginal por el calentamiento global, que refleja el obediente negacionismo de los líderes desde la embestida de los hermanos Koch en 2009, que puso fin a la leve desviación hacia la cordura que se dio con McCain. En este caso, la escandalosa cobardía de la dirigencia del partido puede acabar con todos nosotros si los republicanos recobran el poder, tal vez de manera permanente, como partido minoritario, si los esfuerzos radicales por socavar la democracia tienen éxito. Y con una Suprema Corte profundamente reaccionaria podrían lograrlo.
De ser así, podemos imaginar lo que vendrá. Trump ha expresado con claridad su intención de “secar el pantano”, al destruir el servicio civil no partidista que es el fundamento de cualquier cosa parecida a una democracia. Las recientes conferencias en Budapest y Dallas, en las que la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC, por sus siglas en inglés) –el eje del Partido Republicano– fue la atracción principal, dejaron en claro hacia dónde se dirige la organización. Su guía es Viktor Orbán, cuyo gobierno cristiano radical racista y protofascista es ensalzado como el ideal para el futuro. Para el mundo, es probable que se consolide el proyecto de Trump de construir una alianza de brutales estados reaccionarios. Y, peor aún, el mundo se acercará al desastre terminal en tanto fluyen las ganancias hacia las compañías de combustibles fósiles y los bancos que invierten en ellas.
Retrocediendo un poco en el tema, los partidos políticos son sobre todo organizaciones productoras de candidatos, con poco espacio para la iniciativa popular, y en los que la participación se limita a empujar una palanca cada pocos años.
La actual temporada de elecciones primarias ofrece buena ilustración. Un candidato organiza un acto en alguna ciudad, aparece y dice: “esto es lo que haré por ustedes”. Quizás unos cuantos le crean. Van a casa y deciden por quién votarán.
Supongamos que vivimos en una sociedad democrática. La gente de la ciudad tendría reuniones en las que decidiría sus prioridades para una próxima elección. Podría decidir invitar a algún candidato a alguna reunión, para que escuche los programas que los pobladores han decidido, y los acepte o no. La aceptación podría significar que se le tome en cuenta.
Pasos más serios hacia la democracia irían mucho más allá de la limitada esfera política, pero ni siquiera esos pequeños pasos hay en el horizonte.
Por fortuna, existen cambios significativos al alcance en lo que, por comparación, sigue siendo una sociedad muy libre. Pero las oportunidades tienen que llegar a la conciencia y ser tomadas con firmeza. No podemos exagerar la importancia del hecho de que hoy día la mera supervivencia está en riesgo.
CJP: Los republicanos están mucho menos divididos sobre la cultura que los demócratas. ¿Será por eso que ese partido se esfuerza tanto en las luchas culturales y sociales en su intento de regresar al poder?
NC: Ese partido ha tenido un problema desde que eliminó sus elementos más liberales y adoptó el proyecto neoliberal de Powell-Friedman y compañía, desde principios de la década de 1970, y ganó el poder con Reagan. Expresado en términos simples, no es posible acercarse a los electores diciendo: “Voy a dejarte en cueros y a destruir todos tus sistemas de apoyo, así que vota por mí”. Ni siquiera un operador político como Trump podría hacer eso. Tiene que plantarse con una pancarta en una mano que diga “Te amo”, mientras con la otra mano nos da una puñalada en la espalda con los programas legislativos reales.
La solución son las guerras culturales, que desvían la atención de las políticas. Y está claro qué es lo que funciona con la población objetivo: el supremacismo blanco, el nacionalismo cristiano, el rechazo al aborto, montones de armas, no más escuelas públicas que molestan a los niños blancos enseñando historia o biología básica, no a la educación pública en general porque es manejada por fanáticos sexuales y marxistas. O cualquier otra cosa que sea maquinada después, tal vez por QAnon (teoría que habla de una supuesta trama secreta contra Trump) , que es cada vez más la fuente de “ideas” para la organización.
No se requiere mucha imaginación para generar ideas que funcionen. Existe una reserva sustancial que está profundamente arraigada en la tradición estadunidense. Eso lo entienden los pensadores en la Suprema Corte presidida por John Roberts. Como observó el juez Alito en su decisión para revertir Roe vs. Wade, pocos elementos en la historia y la tradición estadunidenses apoyan los derechos de las mujeres. Sin duda, esos temas fueron de poco interés para los fundadores de la nación o los autores de la décimocuarta enmienda. Así pues, las convenientes formas de “originalismo” que se han vuelto la doctrina judicial en fechas recientes no ofrecen bases para la “colosalmente errónea” decisión de Roe.
Igual con muchas otras cosas. Cuando yo era estudiante en una universidad de la Ivy League, hace 75 años, las clases que tocaban el tema de la evolución comenzaban con una advertencia de que uno no tenía que creer en eso, pero sí debería saber lo que algunas personas piensan.
Las encuestas recientes han sido bien recibidas por quienes esperan algún avance en este campo, pero los resultados reales relatan una historia más compleja. Uno de los estudios más detallados, comisionado por la fundación People for the American Way, de inclinación científica, muestra que, “entre la mayoría de estadunidenses que están a favor de la evolución, 20 por ciento dicen que las escuelas sólo deberían enseñar la evolución, sin mencionar el creacionismo”. Pero no la evolución, o la “teoría de la evolución”, como se le llama. “En términos simples, esta encuesta muestra que la mayoría de los estadunidenses creen que Dios creó la evolución”, indicó Ralph G. Neas, presidente de la fundación.
En éste y muchos otros aspectos, Estados Unidos sigue siendo una sociedad premoderna, que es atraída con facilidad hacia “guerras culturales” bien fabricadas. Con toda probabilidad, eso ocurrirá cada vez más en el futuro, conforme el Partido Republicano sostenga sus esfuerzos totalitarios por restringir lo que se permite leer a los niños y lo que las bibliotecas pueden comprar, leyes que tienen un amplio efecto escalofriante, más allá de su aplicación directa.
Es probable que tales esfuerzos por ahorcar la libertad intelectual se vean reforzados por las inclinaciones medievales de la actual Suprema Corte, reveladas por decisiones recientes que socavan la libertad de cultos establecida en la Constitución, al hacer obligatorio adherirse a la doctrina religiosa.
Estas decisiones adoptan en los hechos el concepto de Alito de que los religiosos son un sector perseguido en nuestra sociedad secular, a la cual hay que enseñar a respetar la libertad religiosa.
Tal vez los religiosos son tan severamente perseguidos como lo era la comunidad empresarial en la sociedad estadunidense creada por la vívida imaginación del juez Powell.
El esfuerzo por eliminar la educación pública tiene un papel esencial en la embestida neoliberal que busca atomizar a la población y destruir los lazos sociales. Ha causado severo daño a lo que había sido una importante contribución estadunidense a la democracia: la educación pública de masas.
Está en juego mucho más que la educación. Las escuelas públicas establecen comunidades de participación para el bien común, contribuyendo a crear una sociedad democrática saludable. No es eso lo que se propone la acerba lucha de clases.
Una forma prioritaria de destruir una institución pública es privarla de fondos, lo cual conduce de manera inevitable a fallas y descontento público, y a la consiguiente susceptibilidad a la privatización, de modo que la institución quede bajo el control del poder privado, que no rinde cuentas. Con suprema ironía, a esto se le llama “devolver la institución al pueblo”.
La reducción de fondos llega hasta los salarios de los maestros. El Instituto de Política Económica, que da seguimiento a esos asuntos, reporta: “En 2021, la pena relativa al salario magisterial –cuánto menos se paga a los maestros que a otros profesionistas universitarios– aumentó a una cifra récord de 23.5 por ciento. La pena económica que los maestros enfrentan desalienta a los estudiantes universitarios de elegir la enseñanza como profesión. También dificulta que los distritos escolares mantengan a los maestros actuales en el salón de clases”.
No es un problema menor. La Oficina de Estadísticas del Trabajo informa que “más o menos 300 mil educadores públicos y personal de apoyo dejaron el campo entre febrero de 2020 y mayo de 2022. Y un alarmante 55 por ciento de educadores indicaron que podrían dejar la profesión y jubilarse antes de tiempo, según una encuesta de la Asociación Nacional de Educación”.
El acoso a los maestros y a los consejos escolares contribuye también a volver intolerable la profesión, y al objetivo a largo plazo de eliminar la educación pública. Esa sería una aportación adicional a la atomización y atontamiento de la población, que hace a la gente más susceptible al control y al “adoctrinamiento de los jóvenes”, y reduce así la amenaza de una nueva crisis de la democracia.
La izquierda del Partido Demócrata apoya a su manera la explotación de los “temas culturales” que hacen los republicanos. La política de clases, los derechos de los trabajadores e incluso los temas sociales y económicos han sido hechos de lado en general para favorecer preocupaciones de identidad. Éstas son importantes, pero no deberíamos olvidar las consecuencias del desplazamiento de los temas tradicionales de la izquierda, o de los efectos sobre el público en general de las formas en que a veces se manifiestan las inquietudes legítimas.
CJP: La relación de larga data del Partido Republicano con los grandes consorcios muestra signos de profunda fricción sobre las causas sociales y culturales. ¿Qué probabilidad hay de que podamos presenciar un divorcio entre las dos entidades? ¿Y cuáles podrían ser las ramificaciones de ese distanciamiento?
NC: No es muy probable, en mi opinión. Creo que los amos de la humanidad entienden muy bien dónde están sus intereses y continuarán apoyando a los elementos proempresariales de los dos partidos, haciendo a un lado la retórica de que no esperan que éstos se traduzcan en políticas. Ese respaldo puede ser fastuoso ahora que las decisiones de la Suprema Corte ponen pocos límites a la compra de elecciones (Buckley vs. Valeo, Citizens United), que es sólo uno de los medios por los que los amos pueden asegurar que sus intereses “se puedan atender del modo más peculiar”.
CJP: Ha habido guerra de clases en Estados Unidos durante los 40 años pasados, y ha sido de un solo lado. Sin embargo, existen sucesos políticos recientes que indican que ya no es de un solo lado. ¿Está de acuerdo con esta evaluación de la política de clases en el país?
NC: La guerra de clases es incesante, pero existen variaciones en cuanto a qué tan unilateral es. Por muchas razones históricas, Estados Unidos ha tenido un empresariado con gran conciencia de clase y extraordinariamente poderoso, que es la razón de fondo de la violencia y brutalidad de su historia laboral y de la falta de beneficios sociales, que ahora es extrema en términos comparativos. El periodo del Nuevo Trato fue una pausa, que se extendió hacia la década de 1970, que fue de transición y condujo a la reanudación de la guerra de clases de alta intensidad. En los años recientes ha habido un renovado compromiso popular con cierta forma de democracia social, en parte bajo el muy efectivo liderazgo de Bernie Sanders, en parte a través de movimientos populares que han crecido por sí mismos. Estos sucesos han aliviado un poco el salvajismo de la guerra neoliberal de clases, pero, al menos hasta ahora, no ha ocurrido un cambio importante. Incluso iniciativas que cuentan con apoyo popular, como la de unirse al resto del mundo en proporcionar atención a la salud, que es lo mínimo deseable en una sociedad civilizada, no han logrado superar las implacables presiones empresariales.
Tales presiones llegan a veces a niveles asombrosos. Una ilustración actual es la legislación en estados gobernados por los republicanos para castigar a los bancos que buscan salvar de la destrucción a la sociedad humana al limitar la inversión en combustibles fósiles. Es difícil hallar palabras apropiadas para tales casos de frenesí capitalista totalmente desorbitado.
Si bien con desgano, algunos segmentos del mundo empresarial toman algunas medidas que reflejan las preocupaciones populares por la supervivencia. Sin embargo, me parece que no basta para crear una tregua entre los amos y las organizaciones políticas que en su mayor parte les han servido con lealtad.
CJP: La iniciativa de reconciliación Schumer-Manchin, que Joe Biden promulgó como ley, reafirmó la idea de que las políticas de transformación son extremadamente difíciles en el sistema bipartidista, incluso cuando los demócratas tienen el control y el futuro de la humanidad está en juego. Por una parte, desde luego, Estados Unidos sigue siendo en muchos aspectos una nación conservadora, hasta el punto de que los demócratas creen que tienen que ser moderados o morir. ¿Qué opina de la situación política en relación con la Ley de Reducción de la Inflación?
NC: Hace mucho tiempo se observó que Estados Unidos es en esencia un Estado monopartidista: el partido empresarial, con dos facciones, demócratas y republicanos. Ahora existe una sola facción: los demócratas. Los republicanos difícilmente califican como un auténtico partido parlamentario. Eso es muy explícito bajo el liderazgo de McConnell. Cuando Obama asumió el cargo, McConnell dejó en claro que su objetivo primordial era asegurar que Obama no pudiera lograr nada, de modo que los republicanos pudiesen volver al poder. Cuando Biden fue electo, McConnell reiteró esa posición aún con más fuerza. Y lo ha cumplido. Prácticamente en todo los demás, su partido se opone al 100 por ciento, aun cuando saben que la legislación es popular y sería muy valiosa para la población. Con un puñado de demócratas de derecha que secundan a la unánime oposición republicana, la plataforma de Biden ha sido recortada severamente. Tal vez el presidente hubiera podido hacer más, pero se le culpa injustamente, me parece, por el fracaso de lo que habrían sido programas constructivos que se necesitan con urgencia. Uno de ellos era su programa sobre el clima, inadecuado, pero mucho mejor que cualquiera que lo haya precedido y que, de ser aprobado, habría sido un paso adelante.
El sistema electoral tiene muchos defectos, pero en este caso no veo que Biden tuviera muchas opciones. La legislación final –la Ley de Reducción de la Inflación– fue aprobada con el acuerdo de Joe Manchin, que se fue riendo todo el camino hasta el banco. La senadora demócrata Kristen Sinema también tuvo que poner su granito de arena para beneficio de la muy depredadora industria de la inversión privada.
La ley tiene algunos aspectos positivos. Es mejor que nada, tal vez mucho mejor, según creen algunos analistas.
La situación política es horrible, y es muy probable que se vuelva mucho peor en noviembre, si los republicanos logran hacerse con el poder. Es probable que empeore tanto, que literalmente amenace la supervivencia, “como ninguna persona en su sano juicio puede negar”, para citar al muy estimable juez Powell. Publicado originalmente en Truthout.
(Con información de La Jornada/Traducción: Jorge Anaya)