El triunfo de la ciencia y el trabajo sobre la envidia y la ignorancia
Lo que conocemos como movimiento muralista en México se inició en 1921 con el mural El árbol de la vida, de Roberto Montenegro
Por una curiosa coincidencia en 2022 se celebran 100 años del inicio del muralismo y 200 años del nacimiento del pintor Juan Cordero. Más allá de la efeméride Cordero y el movimiento muralista aparecen ligados en espacios y relatos.
Fue el 29 de noviembre de 1874 –con una celebración de gran pompa– que se inauguró El triunfo de la ciencia y el trabajo sobre la envidia y la ignorancia, obra que fue reemplazada por un vitral en 1900.
El mural al temple fue llevado a cabo en la pared del fondo de la gran escalera de la Escuela Nacional Preparatoria, que había sido fundada en 1867 con el objetivo de reformular la educación pública por medio de un ideal laico y cientificista.
En el acto, Gabino Barreda, el director de la escuela y célebre figura promotora del positivismo, leyó un discurso y laureó a Cordero con una corona de oro. Para Barreda no había precedente de una ocasión como aquella, que conjuntaba lo más afortunado de la ciencia y el arte, así dijo: “Cábele a la Escuela Preparatoria la gloria de haber abierto un nuevo campo a la estética mexicana”.
El filósofo mexicano enfatizó algunas características del arte mural que coincidían con el afianzamiento del nuevo proyecto educativo y social, como el colocar “de un modo inamovible en un muro de nuestra escuela”, el “emblema y prenda segura de la indisoluble alianza entre la ciencia y el arte destinada a fecundizar entre ambas”.
Un pequeño óleo del alumno de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Juan M. Pacheco, realizado a partir del mural antes de su destrucción, muestra que la iconografía era una composición alegórica que incluía a Minerva, diosa de la sabiduría, entronizada al centro en un edificio clásico de orden toscano y glorificada por dos geniecillos que sostienen coronas de laurel y encino, emblemas de la gloria y la fuerza.
Minerva, ataviada de verde y rojo, porta sus típicos atributos como el yelmo dorado y el broquel o escudo con la efigie de Medusa, expresión de su triunfo sobre el caos.
En ambos lados, a los pies de la diosa, están sentadas dos figuras alegóricas, identificadas por su nombre, pintados en falso relieve.
A la izquierda se encuentra la ciencia, es una mujer de cabello castaño quien opera un instrumento; probablemente sea la representación de una brújula tangente (un dispositivo inventado en 1825 por el francés Claude Pouillet para medir la intensidad de la corriente eléctrica).
A la derecha, la industria es representada como una mujer rubia que introduce una varilla en un matraz que emana vapor; la misma figura descansa el brazo en una esfera hallada tras un tercer geniecillo, quien gesticula una advertencia de silencio.
En los flancos de la composición hay escenas relativas a las alegorías, a la izquierda un navío tocando puerto y hombres que descargan sus mercancías, referencia al comercio ultramarino; a la derecha, un ferrocarril que corre entre planicies y montañas y, abajo, la ignorancia huyendo, y Clío, la musa de la historia que, absorta, da la espalda a la escena al escribir en su tableta.
En la base de todo el templete donde se presenta la composición está consignada la frase: “saber para prever, prever para obrar”, el lema positivista de Gabino Barreda, inspirado en el del filósofo francés Auguste Comte.
Así, el tema parece haber sido formulado desde un inicio por Barreda, quien era amigo de Cordero y antes le había comisionado su retrato. Es de notar que hasta entonces la obra mural del artista, egresado de San Carlos y de la Academia de San Lucas, en Roma, se había dedicado a las alegorías religiosas.
Un ejemplo de ello es la decoración para la cúpula del templo de Santa Teresa la Antigua (hoy museo Ex-Teresa Arte Actual), donde –para sorpresa de sus contemporáneos– había reunido musas clásicas e iconografía cristiana, con la representación de Urania, Clío, Erato y Euterpe, musas de la astronomía, la historia, la poesía y la música, respectivamente.
El abrupto giro hacia un mural laico y cientificista parece permitido por la apertura semántica propia de la alegoría.
De hecho, Guillermo Prieto, en un poema que le dedicó a la obra, a raíz de su inauguración, hizo una lectura en un sentido religioso; recodificaba el tema así: “La ciencia a Dios levanta sus altares”.
Prieto describía la técnica de Cordero no como un método racional, en cambio, sí como resultado de un “mágico talento”, que “tocó creador el insensible muro” y le dio vida. A la larga, las imágenes no fueron tan transparentes o inmóviles, como Barrera hubiera esperado.
(Con información de Gaceta UNAM)