Sistema judicial podrido
Dos años después de que desaparecieron 43 estudiantes mexicanos durante una noche de violencia perpetrada, en parte, por las fuerzas de seguridad, el misterio de su destino sigue sin resolverse.
Un panel internacional de peritos judiciales y expertos en derechos humanos, que pasaron un año estudiando el caso, cuestionaron la habilidad y voluntad del gobierno para llegar al fondo del asunto.
Desde que los expertos se fueron, en abril, el gobierno ha ampliado su investigación, la cual incluye un rango más amplio de posibles sospechosos. Además, el investigador principal del fiscal general renunció después de que se inició una investigación en torno a su manejo del caso.
Aun así, prevalece el sentimiento tanto aquí como en el extranjero de que al gobierno mexicano no se le puede confiar la tarea de averiguar quién fue responsable de la violencia perpetrada en la ciudad de Iguala, en Guerrero, del 26 al 27 de septiembre de 2014, y lo que sucedió con los estudiantes, la mayoría de los cuales estudiaban el primer año.
Muchos observadores ahora tienen la esperanza de obtener justicia gracias a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con sede en Washington, la cual asignará un equipo para seguir de cerca la investigación.
Los padres de los desaparecidos y muertos —la mayoría pertenece a la clase trabajadora— han exigido respuestas incansablemente. A lo largo del camino, los han acompañado quienes sobrevivieron el ataque, decenas de estudiantes que de alguna manera lograron salir vivos esa noche, pero por siempre llevarán sus cicatrices. Estos son los tres sobrevivientes.
El jueves pasado, Andrés Vargas tuvo una sexta cirugía para reparar su rostro. Esa noche, una bala pulverizó sus dientes superiores y destruyó su maxilar. No sabe por cuántas otras operaciones tendrá que pasar.
Cuando ocurrieron los ataques, Vargas era estudiante de tercer año de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, un instituto de formación para profesores en Ayotzinapa. Fue parte de un grupo de estudiantes que respondieron a llamadas de ayuda por parte de otro grupo que había sido atacado por la policía municipal en Iguala. Los estudiantes más jóvenes habían ido a Iguala, una ciudad cercana, para secuestrar autobuses que los llevaran a una manifestación en Ciudad de México.
Andrés y sus compañeros llegaron después de que los 43 estudiantes desaparecieron. Pero mientras intentaban averiguar qué sucedió, los atacantes abrieron fuego y balearon a Vargas. Él dijo que, a pesar de las heridas, el personal militar e incluso los empleados de una clínica local lo ignoraron.
Cuando finalmente lo llevaron a un hospital municipal —dos horas después de que le dispararon— los médicos le dijeron que, si se hubiera demorado cinco minutos más, habría muerto.
Andrés, de 21 años, ha recibido atención médica en Ciudad de México, y el suplicio ha sido perturbador para él y toda su familia. Su madre renunció a su trabajo como dependienta de una tienda de conveniencia para mudarse a la capital y cuidarlo; sus hermanos menores también se mudaron. Su padre se quedó en su ciudad natal, San Francisco del Mar, en el estado de Oaxaca, para seguir trabajando como director de una escuela primaria y, los fines de semana, como campesino.
El gobierno ha cubierto el costo de los cuidados médicos y le prestó un departamento a la familia. Aun así, han tenido que recurrir a sus ahorros para cubrir los altos costos de vivir en la capital, pues además su madre no ha podido trabajar.
Andrés pasa la mayor parte de su tiempo en el departamento. Cuando sale a ver una película o dar un paseo, se pone un tapabocas… en parte porque le avergüenza tener el rostro desfigurado. “Temo que la gente me discrimine por esto”, dijo.
La universidad permitió que Vargas terminara sus estudios este año, trabajando a distancia, por lo que pudo graduarse a la par de su generación. Todavía tiene la esperanza de trabajar como profesor de escuela primaria, pero ahora también tiene la meta profesional de convertirse en abogado.
“Después de todo lo que pasó, creo que el sistema legal está jodido”, dijo. “¿Quién va a proteger al pueblo?”.
Manuel Vázquez Arellano supo qué era perder a alguien desde pequeño. Creció en Tlacotepec, un pequeño pueblo de montaña en el estado de Guerrero, conocido por sus cosechas de amapola… y la violencia. Tenía 12 hermanos, pero cinco murieron en su niñez debido a enfermedades curables.
De niño, Vázquez trabajó en el campo, cosechando amapolas y extrayendo su savia, el ingrediente clave de la heroína. Cuando tenía tan solo 7 años, vio cómo unos sicarios abrieron fuego en una fiesta, mataron a una persona e hirieron a varias más. Años más tarde, uno de sus hermanos fue asesinado en una riña que, sospecha, estaba relacionada con una rivalidad entre pandillas.
Creyó que a través de la escuela para profesores escaparía de esa vida. Se convirtió en miembro del comité estudiantil y se metió de lleno en la cultura de activismo político en la universidad.
La noche de los ataques en Iguala, estaba entre los estudiantes que se apresuraron a ayudar a los compañeros más jóvenes y fueron atacados por tiradores no identificados.
Vázquez, quien ahora tiene 28 años, logró escapar sano y salvo. En las semanas y meses siguientes, conforme los 43 desaparecidos se convertían en símbolos de la profunda corrupción e incompetencia del gobierno, Vázquez surgió como principal vocero de la campaña para obtener justicia.
Recorrió México pidiéndole a la gente que tomara las calles para manifestarse y criticar la forma en que el gobierno ha llevado el caso. Terminó por llevar su campaña fuera del país, a Estados Unidos y Europa, levantando conciencia en torno al caso y haciendo presión con políticos y activistas para instar al gobierno mexicano.
Su obra le dio un sentido de propósito y ayudó a evitar la culpa de haber sobrevivido.
Este año, se inscribió en una escuela de derecho en Ciudad de México para convertirse en juez y utilizar su puesto para luchar contra la corrupción incansable del país.
Cuando era más joven, Vázquez a menudo tenía pesadillas en las que veía cómo lo asesinaban; ese era el ambiente de violencia en el que creció. Sueños acerca de su propia muerte aún lo invaden, pero ahora, dice, se ve muriendo por una causa… con un propósito, con una razón”.
Aldo Gutiérrez Solano ha estado en coma desde que una bala le perforó el cerebro durante aquellas violentas horas de septiembre de 2014.
Los médicos y su familia miden su recuperación según sus sonidos y micromovimientos involuntarios. Sus párpados a veces se abren. Bosteza. Sus músculos tienen espasmos. Los médicos consideran sorprendente que haya sobrevivido todo este tiempo; sin embargo, creen que las posibilidades de que se recupere de este coma son mínimas.
Le dispararon cuando la policía baleó un autobús al que él y otros estudiantes se habían subido. Sus padres y 13 hermanos, quienes viven en Guerrero, han organizado una rotación para asegurarse de que por lo menos uno de ellos esté a su lado en el hospital en todo momento. Rentaron una pequeña habitación cerca de ahí, donde descansan y se bañan entre turnos.
Ese compromiso ha puesto gran presión en la familia. Uno de sus hermanos dijo que ha pasado tanto tiempo lejos de casa que su propia familia está sufriendo.
“No he podido llevar a mis hijos al parque en dos años”, dijo Leonel, el hermano de 37 años, quien trabaja como conductor de taxi en Tutepec, un pequeño pueblo en Guerrero. El viaje en autobús de su casa al hospital le toma seis horas.
Sin embargo, la familia hizo un pacto para brindarle a Gutiérrez el mejor cuidado posible.
Aldo Gutiérrez, de 21 años, jamás quiso hacerse profesor, dijo su hermano. La escuela, donde era estudiante de primer año, simplemente era una salida de la pobreza. Su verdadero sueño era convertirse en oficial de la Marina mexicana.
“El sufrimiento es muy grande”, dijo Leonel. “Todavía no entendemos cómo nos sucedió esto, por qué le pasó esto a nuestra familia. ¿Cómo es que podemos tener un gobierno que le dispara a sus propios ciudadanos?”.