Una aldea en busca de calor, durante los días más fríos

Dentro de Beaver, un pequeño pueblo de Alaska, se encuentran alrededor de 60 habitantes, quienes aman este sitio dado a su tranquilidad, pero es ésta la que los pone en jaque, puesto que el financiamiento y los programas gubernamentales son casi nulos dado a la escasez de personas.

En una estación de días cortos y noches largas, la vida en esta aldea justo debajo del Círculo Ártico gira estrechamente en torno de los lugares iluminados y cálidos, en salas de estar con rugientes estufas de leña o el gimnasio escolar donde siempre puede encontrarse una pelota de basquetbol. Unas 60 personas viven aquí, aunque el número fluctúa conforme las familias se van por un tiempo y luego regresan; o no lo hacen.

La inseguridad sobre el futuro es una constante en lugares remotos como este. En los primeros días, los residentes tenían que enfocarse en la supervivencia personal, lograr que sus familias pasaran lo más duro del invierno con suficiente comida y combustible.

Ahora, la gente está más conectada con el mundo más amplio a través de sus empleos y de la tecnología, pero las aldeas mismas no tienen esa certidumbre; pueden desaparecer cuando la gente se vaya, o huya en busca de oportunidades y del atractivo de Anchorage, Fairbanks o puntos más alejados.

Los pies de Xavier Sanford no alcanza todavía el piso en su banca. Pero en el otoño pasado, Xavier, quien tiene cinco años y una profunda inclinación por los dinosaurios, ayudó a salvar su escuela simplemente presentándose. La inscripción escolar ⎯ a la que se le llama, a menudo con temor, el recuento de octubre ⎯ tiene mucho peso en Beaver y otras escuelas rurales. Si la población estudiantil desciende por debajo de 10, Alaska retira el financiamiento, lo cual puede significar la muerte para una escuela, y una comunidad.

Beaver empezó el año escolar con 14 estudiantes, incluido Xavier, el único en preescolar. Pero para fines del otoño, después de que se asignó el financiamiento para el año, la inscripción descendió a nueve después de que una familia tomó un avión y se fue a vivir a otra parte. Los refuerzos, en forma de dos preescolares listos para iniciar el otoño próximo, incluida Alaina Pitka, de cinco años, alivian los temores, al menos por ahora, de que cierre la escuela.

Un fuego crepitante y un juego de cartas

Un veloz juego de pan ⎯ piense en un rummy cafeinado con nueve mazos de cartas ⎯ es un ritual nocturno en una cómoda cabaña de troncos recubierta de fotografías y calentada por una crepitante estufa de leña. Mientras los familiares y amigos charlaban, faroleaban y hacían apuestas, también se burlaban del amor del anfitrión por el rock clásico de los años 70, que se oía suavemente de fondo.

Teisha Wiehl, de 23 años de edad, se mudó a Beaver en noviembre desde Fairbanks con su esposo, Clinton ⎯ quien es originario de aquí ⎯ y su hija, Lauren, de tres años. “Estaba cansada de los autos y las multitudes”, dijo Wiehl.

Compra de abarrotes, a veces por aire

Lo viejo y lo nuevo se codean. Los paquetes de Amazon.com y otros minoristas llegan desde Fairbanks en el vuelo de la tarde, un pequeño avión de hélices que da servicio a la comunidad. Algunos residentes incluso reciben carne por ese medio, de tiendas en Fairbanks, ante el desdén de los tradicionalistas que llenan sus congeladores con carne de alces y osos que despellejan y destazan ellos mismos, y salmón del río Yukón, congelado en esta época del año a orillas de la aldea.

Las casas más nuevas, que se ven acicaladas y ordenadas, se ubican al lado de cabañas abandonadas con puertas frontales abiertas y pisos cubiertos de nieve; las lámparas de queroseno vacías aún cuelgan de ganchos en algunos lugares.

Propiedad de la tierra y financiamiento

Las herencias traslapadas de las propiedades complican las cosas. La Oficina de Asuntos Indios federal alguna vez operó la escuela antigua ahora abandonada, que tiene aislamiento de asbesto y cuya descontaminación ambiental es un dolor de cabeza por el cual nadie quiere pagar.

Así que el edificio se pudre donde está. Recientes problemas presupuestarios estatales han añadido otra complicación, ya que los legisladores en el Capitolio en Juneau recortaron los programas en una época de declinantes ingresos por los impuestos petroleros.

Rhonda Pitka, la jefa de la aldea, y la madre de Alaina, quien entrará a preescolar el próximo otoño, buscó por años conseguir el título de una franja de terreno propiedad de la Iglesia Episcopal, con el objetivo de instalar un generador de biomasa para calentar los edificios de la comunidad y la nueva escuela. Pitka finalmente consiguió el terreno, pero luego desapareció el dinero estatal que ayudaría con los proyectos de energía renovable.

Diminutas manchitas de humanidad

El destino y fortuna de los pueblos nativos en toda Norteamérica fueron modelados por las políticas gubernamentales, la economía y las olas demográficas; pero también, y quizá más profundamente, por el espacio físico.

En los 48 estados más abajo, las tribus fueron recluidas en reservas conforme una ola de colonos tomaba las tierras tribales para establecer granjas, ranchos o minas.

Pero aquí, por el contrario, donde los alasqueños nativos están conectados por idioma y herencia en grupos étnicos enormes, la gente se congregó en lo que son esencialmente islas en un paisaje mayormente vacío; diminutas manchitas de humanidad alejadas del sistema de carreteras en un mar de tundra y bosque.

Muchos residentes de Beaver, que se ubica en la frontera con las regiones de Gwich’in y Koyukon, tienen ancestros a ambos lados de la línea.

Adaptándose a un nuevo hogar

Ai Adams nació y se crió en Tokio, hija de un diseñador de vestuario teatral, y se enamoró de la mística de Alaska a través de los libros que leía en su niñez. Una visita a Beaver con un grupo turístico hace alrededor de una década, y luego posteriormente su matrimonio con un residente local, Cliff Adams, hicieron realidad el sueño. “La vida es solo una”, dijo, con un acento japonés aún fuerte.

Ahora opera sus propias líneas de trampas, caza y pesca con su esposo, y hace ropa tradicional que la mantiene caliente en los días más fríos, dijo, mientras recolectaba leña en pleno invierno en el al parecer interminable y silencioso bosque que empieza en las orillas de la aldea. De la vida en la ciudad y de Japón, dijo, no extraña casi nada.

Más allá de la naturaleza

La desesperación y la esperanza iban de la mano en los primeros días de Beaver durante la fiebre del oro de principios de la década de 1900 como un puesto de abasto para los mineros en el distrito minero del río Chandalar al norte del Yukón.

Frank Yasuda, un alasqueño de origen japonés que había estado viviendo en el puesto de avanzada noroccidental de Barrow, llegó aquí a principios del siglo XX después de encabezar una partida a través de casi 650 kilómetros de naturaleza salvaje con su esposa, Nevelo. Barrow estaba en crisis por la enfermedad y la hambruna, ya que las ballenas de las que dependían los residentes para su alimento estaban desapareciendo.

La hazaña de supervivencia y determinación de los Yasuda para llegar aquí, y luego quedarse para construir y anclar a Beaver en el siglo XX, se volvió leyenda. Yasuda incluso vivió lo suficiente para ver a Alaska convertirse en estado en 1959. Su cabaña aún está en pie.

Todo lo que se necesita es un pequeño error

Cuando los cielos se despejan en esta época del año, la temperatura puede desplomarse a 45 grados centígrados bajo cero. Las personas bajo la confusión inducida por la hipotermia pueden sentir calor, aun cuando se estén congelando, así que hacen exactamente lo equivocado y se desprenden de su ropa.

Una respiración no filtrada por una máscara facial puede congelar los pulmones. Una bota húmeda puede convertirse en una jaula de hierro en segundos que no puede ser retirada sin fuego o refugio. “Todo lo que se necesita es un pequeño error”, dijo Cliff Adams, el esposo de Ai Adams.

El compromiso de quedarse

Carmen Russo había renunciado a la enseñanza. A los 62 años de edad, había visto lo suficiente y vivido lo suficiente, dijo, en aldeas remotas donde la disfunción, el alcoholismo y la desesperación pueden proyectar una sombra de perdición. Un niño de 11 años de edad se suicidó en el patio de su antigua escuela.

Pero luego este año le hablaron de un trabajo temporal en Beaver ⎯ una última asignación antes de su retiro, se dijo ⎯ y todo cambió. Se enamoró de los estudiantes, y sintió una red de padres más solidaria. El retiro ahora ha sido postergado. Recientemente pidió al distrito que le dejen quedarse permanentemente.

“Funciona aquí”, dijo Russo, quien nació y se crió en Alaska. “Me recuerda mi hogar”.

Con la escasez de vivienda en Beaver, sin embargo, hay un precio: ella ha estado viviendo con sus dos perros y su gato en un salón de clases no utilizado. (Con información de The New York Times y El Financiero)

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