Rohinyás: morir peleando o ser masacrados
A punto de dar a luz, Ayesha Begum, una refugiada rohinyás en un campo insalubre de Bangladés, no lamenta que su marido no asista a la llegada inminente de su sexto hijo porque se unió a la insurrección rohinyá en Birmania.
Al igual que muchos miembros de esta minoría musulmana, la joven huyó en los últimos días del estado de Rakáin, en el oeste de Birmania, donde el ejército afronta una rebelión naciente de los rohinyás.
Mi marido «nos llevó al río y nos envió hacia la otra orilla», dice Begum, de 25 años, describiendo cómo cruzó el Naf, una frontera natural entre el sur de Bangladés y Birmania.
«Se despidió de nosotros diciendo que, si sobrevivía, nos vería en un Rakáin liberado y que, de lo contrario, nos volveríamos a ver en el paraíso», cuenta, rompiendo a llorar.
A pesar de décadas de restricciones y acoso en Birmania, donde se les considera como extranjeros y se les niegan derechos fundamentales, los rohinyás nunca habían tomado las armas.
Pero la situación cambió completamente en octubre, cuando un desconocido grupo de rebeldes rohinyás atacó varios puestos fronterizos.
El ejército birmano reaccionó con dureza y lanzó una campaña de represión que, según la ONU, podría asimilarse a una operación de limpieza étnica.
A pesar de las operaciones militares, la violencia prosiguió en los pueblos remotos donde el joven Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán -el antiguo nombre de Rakáin- llevó a cabo ejecuciones casi diarias de presuntos colaboradores de las fuerzas birmanas.
«Masacrados como ganado»
La semana pasada, varios ataques de este grupo y operaciones del ejército dejaron un centenar de muertos, entre ellos 80 insurrectos. Una escalada de violencia que llevó a miles de rohinyás a huir hacia Bangladés.
El país vecino ya acoge a 400.000 refugiados de esta minoría que huyeron en anteriores estallidos violentos, pero se niega a recibir a más.
Por ello, cerró su frontera con Rakáin, en la que se agolpan cerca de 10 mil rohinyás.
Entre esos civiles, la ausencia de hombres llamó la atención de las autoridades de Bangladés.
«Les hemos preguntado qué ocurrió con sus hombres. Nos han dicho que se habían quedado para combatir», declara bajo anonimato un comandante de la guardia fronteriza de Bangladés.
En la frontera, Shah Alam, un anciano responsable comunitario del estado de Rakáin, indica que una treintena de jóvenes de tres pueblos de su distrito se habían unido a la insurrección.
«¿Acaso tenían otra opción? Eligieron luchar y morir antes que ser masacrados como ganado», dice.
El Gobierno birmano, dirigido de facto por la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, acusa a la rebelión rohinyá de utilizar niños soldados. Una afirmación desmentida por la organización insurrecta.
«Sacrificados por Arakán»
El llamamiento del grupo rebelde tuvo una gran repercusión en los campos de refugiados de Bangladés, donde la miseria se mezcla con la ausencia de esperanza.
«Los jóvenes están hartos», afirma un militante rohinyá en Bangladés que no quiere dar su nombre. «Crecieron en la humillación y el acoso, así que el consenso actual en la comunidad rohinyá es que, si no combatimos, ellos (los birmanos) no nos concederán nuestros derechos», abunda.
Muchos rohinyás dudan que la rebelión, escasamente equipada, logre superar a las tropas birmanas, pero los insurrectos actúan con la determinación de los desesperados.
«Cientos de nosotros se han escondido en las colinas. Hemos jurado salvar Arakán, aunque sea con palos y cuchillos», explica un joven rebelde.
En el exterior de un campo de refugiados de Cox’s Bazar, en el sureste de Bangladés, dos jóvenes rohinyás esperan poder unirse a la rebelión cuanto antes.
De los tres hijos de Hafeza Jatun, solo uno la acompañó hasta Bangladés. Los dos mayores permanecieron en Birmania para tomar las armas. Una semana después, el más joven fue a reunirse con sus hermanos.
«Luchan por nuestros derechos. Envié a mis hijos a combatir por la independencia. Los he sacrificado por Arakán», asegura su madre.
(Con información de AFP)