La monogamia en tiempos de internet
Un martes por la mañana, antes de salir del apartamento de Michael, sonreí y le dije: “Que te vaya bien en tu clase de hoy”. Puede que eso no suene importante, pero intentaba darle una pista: estaba interesada en algo más que nuestros encuentros una noche a la semana.
Pero podía comprender que no entendiera.
Entonces, un poco después, le envié un mensaje de texto: “¿Podrías enviarme una lista con tus canciones favoritas?”.
Me envió una, pero aún no estaba segura de que hubiera captado el mensaje.
Decidí ser un poco más obvia: “¿Quieres ir al Gran Cañón en las vacaciones de primavera?”.
“Suena divertido”, respondió, “pero estaré ocupado en esas fechas”.
Era ridículo. Al final terminé por escribir: “Me gustas y quiero estar contigo”. Después cerré con fuerza los ojos y presioné “Enviar”.
Seis semanas antes, Michael y yo nos habíamos conocido en Bumble, una aplicación de citas donde las mujeres deben dar el primer paso. Nuestra primera cita había sido en una cafetería cercana. Después, le conté a mi amiga ansiosa que la cita había estado “Bien”, y yo estaba conforme con eso. No estaba buscando una relación, mucho menos amor.
Mis amigas, quienes asocian las aplicaciones de citas más con la muerte que con Cupido, me advirtieron al respecto y dijeron: “Los hombres solo quieren tener sexo y desaparecer”.
Durante un tiempo me pareció que eso estaba bien. Estaba por graduarme en unos meses y una relación hubiera significado un adiós doloroso, lo cual implicaría lágrimas, pañuelos y mocos. No, gracias.
Michael también se iba a graduar. Era alto, delgado, parecía que le encantaba Los Ángeles y frecuentemente decía: “Amo Los Ángeles”.
El siguiente mes, cada noche de lunes, guardaba mi solución para lentes de contacto en mi mochila e iba al apartamento de Michael. Él se recargaba en mi hombro mientras veíamos películas en su inhóspita sala, que decidió no decorar porque había firmado un arrendamiento de un año. “No tiene caso cuando es algo tan temporal”, dijo.
Todo acerca de nosotros era temporal. Charlábamos un poco, veíamos la tele un poco y después nos íbamos a la cama. Por la mañana yo cerraba mi abrigo mientras él me preguntaba: “¿Ya te vas?”.
Yo asentía y respondía: “Gracias por el pan tostado”.
Había un ritmo. El lunes por la noche preparaba mi mochila; el martes por la mañana caminaba a casa.
Al pedir más, sabía que estaba rompiendo las reglas. Las aplicaciones de citas te permiten establecer parámetros evidentes: rango de edad, radio de distancia, etcétera. Pero también hay reglas implícitas: una fecha límite para la relación (en nuestro caso, la graduación); qué sentimientos no deben expresarse, desde el afecto (“¡Estoy pensando en ti!”) hasta las críticas (“Me molesta que hagas tal cosa”), y los límites respecto de lo que no debe compartirse acerca de tu vida privada (detalles familiares, amores pasados). Y se puede regular en qué medida quieres integrar a esa persona en otros aspectos de tu vida (presentársela o no a tus amigos).
Durante un mes, tenía todo el control. Entonces, una mañana, mientras regresaba a mi apartamento, mi mano se detuvo en la perilla de la puerta. En vez de pensar en el baño tibio que iba a tomar, o incluso sentir terror por las clases difíciles que me esperaban, aún estaba pensando en Michael.
Empecé a soñar despierta con la manera en que la luz de la luna iluminaba todo mientras él me ponía sus discos de jazz, con cómo se reía y tapaba su rostro con las manos después de que le contaba sobre mis extrañas pasantías y cómo me enseñó una foto de su familia y me describió a cada uno de sus hermanos. Nuestro beso se interrumpió cuando empezó a sonreír y después yo lo hice también. Era una idiota. Claro que me gustaba. Era como si hubiese cargado un montón de ladrillos durante las últimas semanas, pero recién lo hubiera admitido: “Caray, esto es un poco pesado”.
Intenté recitar mi mantra: un adiós doloroso, pañuelos, mocos. Después me rendí y le di esas pistas que no entendió. Así que lo dije claramente: “Me gustas”.
A una hora de haberle enviado la confesión, mi celular se encendió con la respuesta de Michael: “Tú también me gustas”.
Durante un segundo, mi futuro se llenó de Michael: sus discos, su actitud tranquila y su sentido del humor ácido, su descaro al relatar aquella ocasión en que se intoxicó con algo que comió en un hostal en San Francisco. Y entonces apareció otro mensaje de texto: “Es solo que el compromiso me preocupa”.
Cuando dejé claro que no esperaba un compromiso a largo plazo con nuestra graduación en el horizonte, él expresó su verdadera preocupación: “La monogamia”.
Mis pulgares se movieron torpemente por toda la pantalla del celular. ¿Qué?
Sabía de otras chicas. Una vez, mientras estaba en la cama con la cabeza sobre su hombro, él revisó su celular y yo alcancé a ver un nombre al inicio de un mensaje de texto: Sophie.
Antes de eso, me había dado cuenta de que se había hecho amigo de una Sophie en Facebook y de más chicas de otras facultades. Una tenía unos anteojos lindos y un piercing en la nariz; otra lucía como si tocara la guitarra mejor que yo. Michael no tenía amigos en común con ellas, así que solo pude suponer que las había conocido en Bumble o Tinder.
Intenté ignorar el asunto. Quizá yo era la de los lunes y las otras chicas eran las del jueves, miércoles o sábado. Imaginé que ellas, como yo, solo eran participantes en el juego de las aplicaciones de citas, donde Michael sin duda presionaba el legendario botón de “¿Jugar de nuevo?” después de cada conexión exitosa. Creí que podía manejar la situación.
Pero entonces Michael comenzó a sentirse menos como un juego. Cuando se sentó frente a mí, dejé de ver su rostro como un “Sí” o “No” al que podía darle “Me gusta” o “No me gusta”. Con los meses que nos quedaban, quería conocer al verdadero Michael, no al Michael que aparecía ante mí como una elección en un catálogo en línea. Quería dejar atrás el juego y desarrollar algo especial, aunque fuera solo durante un periodo breve.
Pero Michael no estaba seguro.
Se me ocurrió que la “aventura” se había acabado. Ahora tenemos aventuras, en plural, porque eso es lo que fomentan las aplicaciones de citas: ofrecen una avalancha de pretendientes potenciales y las notificaciones de tu buzón de entrada se encienden de rojo con latidos propios.
Es lindo imaginar que yo era quien más le gustaba a Michael pero, aunque no fuera cierto, no estoy segura de qué significa eso en un ambiente de citas basado en la gratificación instantánea con opciones aparentemente ilimitadas. Después de todo, las aplicaciones de citas jamás dicen: “¡Felicidades, ya has elegido todas las personas que te podrían gustar!”.
Te crean la tentación para que sigas viendo opciones. Mientras pasas decenas, cientos o, incluso, miles de perfiles, solo puedes deducir lo evidente: entre todos ellos, debe haber alguien mejor que la persona que estoy viendo en este momento.
Eso significa que la monogamia requiere más sacrificio que nunca. Si te ofrecen viajar gratis, ¿por qué alguien se conformaría con un lugar cuando es posible recorrer todo el mundo?
Terminé por enviarle un mensaje de texto a Michael. “¿Sabes?”, escribí, “quizá lo mejor sería que lo dejemos aquí”. Él dijo que lo entendía. “Suerte con…”, empecé a escribir en un mensaje, que generalmente terminaría con “…tu ensayo” o “tu examen”. Pero me di cuenta de que ese era el final, así que escribí “…todo”.
Tan solo seis semanas después de nuestra primera cita, habíamos terminado. Yo había roto las reglas; mi atisbo de expresar afecto había provocado un desequilibrio fatal en el juego.
Sintiéndome un poco desechable, abrí Bumble para suspender mi cuenta. Era la primera vez que la había abierto desde que Michael y yo nos conocimos. La aplicación claramente me había estado esperando con los brazos cruzados. Una notificación parpadeaba, la señal de que le había gustado a algunas personas: 1946 para ser exactos.
Como dice el refrán, hay muchos peces en el mar, y resultó que mi mar tenía 1946. El botón de “¿Jugar de nuevo?” brilló con más fuerza que nunca. Sin embargo, casi de manera cómica, yo solo quería salir con una persona.
¿Acaso Michael era el mejor de mis 1946 opciones? Lo dudo. Pensábamos diferente sobre muchas cosas. Yo llegaba a las citas cinco minutos antes, mientras que él aparecía en el cine cinco minutos tarde. Odio la comida mexicana y él la adora. Pero ¿qué es lo “mejor” en todo caso?
Es imposible saberlo, pero eso es lo que tener casi 2000 citas potenciales te hará pensar. Todo lo que sé es que Michael vivía a cinco cuadras, se recargaba en mi hombro y me ponía sus discos de jazz. Yo no pude evitar valorarlo por lo que era y no era.
Es fácil decir que las aplicaciones de citas no son sinceras, que nos hacen objetos y son superficiales. Pero al final, sí hicieron algo por mí. Me presentaron a Michael, alguien por quien estuve dispuesta a romper las reglas, alguien que me hizo ser capaz de admitir que me gustaba. Y quizá eso da esperanza.
(Con información de The New York Times)