De cómo el terror cambió a París
«Fluctuat Nec Mergitur» (Batida por las olas pero no hundida): Citando la orgullosa divisa de la ciudad de París, fueron muchos quienes tras los atentados del 13 de noviembre de 2015 gritaron su rechazo a tener miedo del terrorismo.
Y París no se hundió, pero algo cambió.
Dos años después de aquella noche en que comandos del grupo yihadista Estado Islámico (EI) sembraron el horror matando a 130 personas en la capital francesa y sus alrededores, algunos han adoptado nuevos hábitos, a veces casi imperceptibles.
«En el cine, tengo tendencia a no ponerme justo delante de la puerta, en el restaurante no me instalo de espaldas a las cristaleras… No me siento segura», confiesa Aurore Humez, una empresaria de 39 de años, consciente de que lo que dice es «terrible».
Las barreras de seguridad frente a las salas de conciertos ya forman parte del paisaje. Igual que los bloques de cemento puestos para impedir que un vehículo pueda embestir a los peatones.
Al girar una esquina, ya no sorprende encontrarse con un grupo de tres soldados: la operación Centinela moviliza a siete mil militares permanentemente en Francia desde 2015.
Son también habituales los chalecos antibalas y las armas en la cintura de los policías. Y corriente la inspección de los bolsos en la entrada de los centros comerciales.
Y crece la demanda de cursillos de formación sobre «los gestos que pueden salvar».
En el semáforo situado frente al Bataclan, la sala de espectáculos donde 90 personas fueron asesinadas el 13 de noviembre, los automovilistas se paran sin girar la cabeza.
En su fachada, hay unas inscripciones en las que se puede leer «No fight, love», «Fuck Isis» (acrónimo inglés del grupo yihadista EI). Bajo la placa en memoria de las víctimas, alguien ha dejado una rosa.
Palabras racistas
Stéphane, de 56 años, admite vigilar en el metro «el aspecto de algunos viajeros», aunque asegura que lo hace siempre.
«Tener mala cara es un delito que se ha extendido a una parte de la población, a los franceses hijos de la inmigración, sobre todo jóvenes, los que se parecen a quienes cometieron los atentados», explica.
«Cuando ciertas características se convierten en un indicio», uno no puede evitar «reprochárselo un poco», admite.
Junto con la desconfianza, a veces surgen también palabras racistas en un país donde el islam es la segunda religión más importante.
«La gente ha asimilado el islam al terrorismo», lamenta Ahmed Alaya, un pintor de 28 años, sentado en un banco frente a una mezquita del este de París. Y dice haber sufrido «dos o tres veces problemas de racismo».
Para otros, tras la conmoción inicial, la vida ha vuelto a la normalidad.
«Había un poco de estrés al principio, pero todo ha vuelto a ser normal», describe Karim, un hombre de 30 años que no quiere dar su verdadero nombre y dice haber asumido que de todas formas este tipo de actos son imprevisibles.
«Eran sobre todo mis allegados los que me hacían ser consciente de que vivía en una ciudad peligrosa cuando anulaban sus viajes», explica Vivien Chazelle, de 31 años.
La atmósfera sigue sin embargo siendo pesada. Un equipaje olvidado equivale a un paquete sospechoso y su presencia basta para paralizar el vestíbulo de una estación. De inmediato, la zona es acordonada y entran en escena los artificieros.
Entre 2014 y 2016, el número de este tipo de intervenciones pasó de 1.300 a 2.600 por año.
Lugares tan emblemáticos como el Louvre, la catedral de Notre-Dame o la avenida de los Campos Elíseos fueron blanco de ataques recientes, pero siguen inundados de gente.
París continúa siendo uno de los primeros destinos del turismo mundial. De enero a junio, los hoteles del área metropolitana acogieron a 16,4 millones de turistas. Un récord desde hace 10 años.
(Con información de AFP)