Los «townships», víctimas de la fiebre del oro de Johannesburgo
Arsénico, plomo, uranio… En Johannesburgo, decenas de miles de sudafricanos viven al pie de montañas de residuos mineros, vestigios de la explotación aurífera que enriqueció el país pero amenaza ahora la salud de los habitantes de los «townships».
«Mire el estado de mi campo de espinacas, esa arena amarilla de ahí lo destruye todo», lamenta Thabo Nguban, de 50 años, que explota desde 1990 un terreno agrícola al pie de una escombrera tóxica de Snake Park, al norte del suburbio de Soweto.
La fiebre del oro que conquistó la región desde 1886 dejó tras de sí montañas de tierra y de residuos varios que, en su mayoría, están llenos de sustancias peligrosas.
Más de 200 de esas colinas contaminadas por metales pesados, entre ellos uranio, crecieron alrededor de Johannesburgo, según un estudio de la Clínica Internacional para los Derechos Humanos de la universidad estadounidense de Harvard.
«Los días de lluvia, el agua de la montaña riega mi campo (…) Este mes, 22 de mis lechones murieron, probablemente por la mina», dice Nguban.
Cuando esos residuos entran en contacto con el agua, la oxidación produce una disolución mineral ácida extremadamente peligrosa.
Para impedir la contaminación de las casas vecinas, la empresa propietaria de la escombrera construyó un estanque de almacenamiento que permite que el agua contaminada se evapore.
Pero el dique de contención está mal conservado y, desde hace un año, el agua ácida se derrama hasta la explotación de Nguban.
«No paro de toser (…), mi hija de cuatro años, también», asegura el agricultor, que culpa a su «verdura química» y la «arena tóxica» de esos problemas de salud.
El suyo no es un caso aislado. Muchos barrios de Soweto, un «township» de millón y medio de habitantes, sufren las consecuencias de la herencia minera de la mayor ciudad del país.
Atrapada en el polvo
A 20 kilómetros al este de Snake Park, se encuentra Riverlea extension 1, un barrio de 2.500 habitantes. Tres colinas de polvo rodean la pequeña casa en ruinas de Rose Plaatjies.
Esta obrera jubilada vive allí desde 1962. Se vio obligada, al igual que otros cientos de miles de sudafricanas, a mudarse a ese barrio para respetar la política de separación de razas del régimen del apartheid. Los negros fueron a Soweto; los mestizos, como ella, a Riverlea.
A sus 63 años, Plaatjies padece insuficiencia respiratoria y no puede vivir sin su concentrador de oxígeno. «Estoy enferma por culpa del polvo» de las minas, afirma.
Durante los meses secos de julio y agosto, el viento desplaza toneladas de arena de las escombreras que llenan las calles, cubren la ropa, se infiltran en las casas y contaminan la comida.
«En casi cada calle de Riverlea encontrará a un habitante con asistencia respiratoria», explica David Van Wyck, investigador de la fundación Benchmark, una ONG cristiana sudafricana.
En Riverlea, más de la mitad de los habitantes dicen sufrir de tos, asma, sinusitis o tuberculosis, reveló un estudio realizado por Benchmark.
Las estadísticas confirman que Riverlea es una anomalía. Los casos de enfermedades respiratorias y cardíacas en ancianos son más numerosos que en las comunidades con condiciones socioeconómicas similares, afirma el Consejo de Investigaciones Médicas de Sudáfrica.
«Escéptico»
Pero, a falta de estudios epidemiológicos de mayor alcance, los investigadores y las autoridades se muestran reacios a atribuir las enfermedades que sufre la población a las montañas de residuos.
«No existen estudios médicos que demuestren un vínculo de causa y efecto con las escombreras», dice una de las responsables del Consejo de Investigaciones, Angela Mathee.
Semejantes estudios son responsabilidad del gobierno, que no los encarga, lamenta.
En teoría, la ley impone a las compañías mineras que gestionen sus desechos. Pero los esfuerzos de las autoridades por hacer respetar esa norma son «lentos e insuficientes», asegura la Clínica Internacional para los Derechos Humanos de Harvard.
En una entrevista en 2016 para un medio local, el primer ejecutivo de DRD Gold, propietario de varias escombreras, Niël Pretorius, dijo ser «escéptico respecto a las quejas» de los habitantes.
Su empresa se sintió sin embargo obligada a invertir en más de 300 hectáreas de escombreras para reducir los niveles de polvo levantados por cualquier ráfaga de viento.
Pero «venga en agosto, ¡ya verá! Eso no funciona, ¡el polvo sigue aquí!», lamenta Rose Plaatjies.
«A los dueños de las montañas no les importa que nuestra comunidad sufra», asegura la sexagenaria. «Nadie quiere ser considerado culpable de este desastre», sentencia.
(Con información de AFP)