La magia del orden en el hogar
Todo el mundo me conoce por tener una vida “mágicamente ordenada”, como diría la célebre consultora de negocios Marie Kondo. Enrollo y ordeno mis prendas de vestir como si fueran sushi, las superficies de mi casa están vacías y mi cocina está tan limpia que bien podría hacer una cirugía en ella.
No siempre fue así. Cuando tenía 23 años, una vez salí de mi apartamento en Nueva York con un pantiprotector pegado a la espalda. Sí, estaba usado. Sí, ese mismo día, horas antes, me lo había quitado y lo había tirado sobre mi cama como un oso que avienta huesos de salmón a una piedra. Una vez ahí, supongo que se me olvidó. Tal vez se perdió en la cama. Es que les juro que había otras cosas ahí. Mi cama solía verse como un basurero.
A lo mejor aventé mi abrigo a la cama y se le pegó. Y luego me puse el abrigo, subí a un autobús y anduve 30 calles con un pantiprotector entre los omóplatos. Nadie me dijo nada. Yo no sabía que lo tenía pegado hasta que mi novio me dio un abrazo y me lo quitó como si estuviera en un show de striptease en el infierno.
Ese no fue el hombre con el que me casé.
El hombre con el que me casé entró a mi apartamento y encontró restos de galletas en mi sofá. Todavía puedo ver su rostro, perplejo y con los ojos abiertísimos, señalando los trozos como preguntando: “¿También los ves?”. Yo me encogí de hombros y él se sentó en el sofá. Mi esposo, por naturaleza, me acepta como soy.
Y yo, por naturaleza, dejo cada gabinete y cajón abierto como si fuera una ladrona. Mi superpoder es equilibrar la mayor cantidad de cosas en el lavabo del baño. Si me dieran a elegir, dejaría que el vómito del gato se secara en el tapete para limpiarlo con mayor facilidad. Si las preferencias fueran cosas y yo tuviera un cupón para obtener preferencias, las apilaría como latas porque uno nunca sabe cuándo podría necesitar algunas.
Pero una cosa es aceptar a una cochina como es y otra vivir con ella. Después de un año de casados, mi marido dijo: “¿Te molestaría dejar la mesa de la cocina limpia? Es lo primero que veo cuando llego a casa”.
Lo que yo entendí fue: “Quiero el divorcio”. Entonces le dije: “¿Quieres el divorcio?”. “No, solo quiero que la mesa esté limpia”, dijo. Llamé a mi madre; ella preguntó: “¿Qué hay en la mesa?”.
“Ay, pues de todo. Todo lo que traigo conmigo cuando llego de la calle. Bolsas de compras, comida, vasos de café, el correo, mi abrigo”. “¿Tu abrigo?”, me preguntó. “Lo que pasa es que no cuelgo el abrigo en el armario, ¿acaso eso me hace una mala persona? Él sabía con quién se iba a casar. ¿Por qué tengo que cambiar?”.
Mi madre dijo: “Helen Michelle, por Dios santo, este es un problema que se puede solucionar fácilmente. ¿Sabes qué es lo que otras mujeres tienen que resolver? Borrachos, mujeriegos, pobreza, hombres casados con sus Ataris”. “Mamá, el Atari ya ni existe”.
“Helen Michelle, a algunas mujeres las molerían a golpes con una bolsa de naranjas por una nimiedad como esa. Tú te casaste con un santo. Limpia la mesa, carajo”. Y fue así como aprendí a limpiar para salvar mi matrimonio.
Sin saber por dónde empezar, me arrodillé frente a la televisión, el Templo de Joan Crawford, quien dijo, en su personaje de Mildred Pierce: “Nunca salgas de una habitación sin llevar algo para otra”. Sí, he de admitir que tenía su carácter, pero sabía limpiar.
Hay que restregar el piso con las manos, de rodillas. Hay que sacudir la lata de Ajax como si fuera una alcancía. Hay que colgar la ropa en el armario dejando un dedo de distancia entre un gancho y otro. Y no, no hay que tener ganchos de metal, nunca.
Tengo ganchos de madera que compré en Container Store. Son de nogal y el paquete de seis me costó 7,99 dólares. Los compré por Internet porque para mí entrar en Container Store es como entrar en un fumadero de crack. Los que van ahí son como adictos tratando de organizar su crack y te venden cajas bonitas para que lo pongas ahí.
Las cajas bonitas son crack, así que uno no quiere más. Sin embargo, los ganchos de madera están bien. Son como las mimosas. A nadie le da una sobredosis de mimosas. Los ganchos de madera hacen que aumente tu confianza. Te hacen sentir adinerada y delgada. Hacen que una camisa blanca cualquiera se vea sexy. Y así te prometes que vas a llenar un closet y luego te darás por vencida.
Pero no lo hice. Para que no decayera el ánimo, le pregunté a mi marido si podía limpiar su armario. Me preguntó: “¿Y eso qué quiere decir?”. Contesté: “Cambiar tus ganchos de plástico por unos de madera. ¿Qué pensaste que era?”. “No sé, ¿algo nuevo para el sábado por la noche?”, y haciendo con las manos las formas de las comillas, dijo: “Limpiar mi armario”.
Aquello era tan nuevo para mi marido que supuso que yo le hacía propuestas indecorosas. Es comprensible. Muchas veces las insinuaciones sexuales suenan a hacer limpieza: vamos a sacudir el plumero y a encerar el piso. Es como si Marta Stewart hubiera escrito un diccionario de coloquialismos.
Mi marido abrió las puertas del armario y se paró a un lado. El hombre confía en mí. Yo cambié los ganchos con una precisión militar. Dijo: “Nunca me imaginé que fuera tan bueno”. Nos besamos y después tuve una recaída.
No supe cómo sucedió. Tal vez fue que dejé una olla remojando una noche. O la pila de libros que dejé en mi escritorio como si fueran leños para una fogata. A lo mejor fue la ropa interior tirada en el suelo, como zapatos. Luego dejé caer el abrigo sobre la mesa de la cocina. Y lo dejé ahí porque los gatos comenzaron a usarlo de cama. Ahí se quedó junto con ropa sucia, sobras de restaurante (que nunca llegaron al refrigerador) y zapatos que había que devolver.
Mi marido iba saltando por el suelo como si jugara rayuela, sin quejarse una sola vez, como si todo estuviera bien, para quedarse con la memoria de un hogar pulcro como si fuese parte de una lista de cosas por hacer antes de morir, como surcar los rápidos en una balsa o ganarse un Pulitzer. Claro, podría haber quitado las cosas, pero cada armario, a excepción del suyo, estaba repleto de cosas que se asomaban como si fueran ventanas hacia otras dimensiones.
Me asusté y me propuse ver compulsivamente episodios de Acumuladores. ¿Cómo que una mujer no pudo abrirse paso entre su “colección” de bolsas del supermercado para darle resucitación cardiopulmonar a su marido? Eso no me iba a pasar a mí. Así que doné libros que ya había leído a bibliotecas y ropa que no había usado en un año a tiendas de segunda mano. Regalé el microondas porque podía fundir queso en la estufa.
Así fue como llegué al libro de Marie Kondo, La magia del orden, o como me gusta llamarlo a mí: ¡Sorpresa, sigues siendo un acumulador! La pregunta más importante que hace la autora es: ¿te hace feliz? Inspeccioné mi alrededor con toda honestidad y contesté esa pregunta. Las cajas de manuscritos que nunca se publicaron no me hacían feliz. Los zapatos de diseñador que compré en ventas especiales pero que nunca me puse porque me dolían los pies… no me hacían feliz. Mi marido confesó que las carpetas griegas y las pinturas de barcos de pesca que son herencia de su abuela no lo hacían feliz. Así que sacamos todo.
Quedamos nosotros. Mi esposo se siente más feliz y yo también. Resulta que me gusta la casa ordenada y me gusta limpiar.
Sacudir es como meditar. Descongelar el refri cura el síndrome premenstrual. Hago ejercicio cuando tiendo la cama, porque para hacer bien la cama, hay que rodearla como si fueras un tiburón. Y mientras hago todo eso, escucho audiolibros que me daría vergüenza que me vieran leyendo. ¿No estás de humor para limpiar el baño? Escucha Naked Came the Stranger y verás como el tiempo vuela.
Lo malo es que mi marido ha creado un monstruo. Las toallitas de papel me duran la víspera. Mi aspiradora tiene un foco delantero, que me divierte usar por la noche. Tampoco diré que ando con una falda ampona y perlas cuando lo hago. Más bien, suelo llevar un delantal sobre el pijama.
Y digo: “Oye, o yo o el apartamento. Pero los dos no podemos estar rechinando de limpios”. Sin dudar, mi marido siempre elige el apartamento. Algunas veces, lo invito a unirse a mis esfuerzos, ofreciéndole las tareas más horrendas como si le diera un premio. Le digo: “Te voy a dejar limpiar la caja de arena del gato” o “Tendrás el honor de quitarle el queso fundido al sartén”.
Mi marido responde: “Eres como Donna Reed, versión dominatriz”. Y le contesto: “Quítate la camisa y lava esa sartén, mi amor”. Se quita la camisa y lava la sartén. En nuestros 21 años juntos, la naturaleza de mi marido no ha cambiado.
En cuanto a mí, soy una cochina en recuperación. Todos los días tengo que recordarme poner la crema corporal de vuelta en su lugar, el cereal en la alacena y sacar la basura antes de que el bote se llene hasta el borde. Tengo que recordarme colgar mi abrigo en el armario.
Y cuando logro hacer todo eso, de verdad me siento como una maga. Porque ahora, cuando mi marido llega a casa, yo soy lo primero que ve.
(Con información de The New York Times)