Cuando envejezca no seré como mis padres

Poco después de mi cumpleaños número cincuenta, hace diez años, comencé a hacer una lista de “Cosas que haré y cosas que no haré cuando sea viejo”.

Se trataba de un recuento crítico y súper secreto de todas las cosas que pensaba que mis padres hacían mal.

Mi padre mentía de forma crónica cuando se trataba de tomar su medicamento. Se negó a usar un audífono y les decía a las personas que le “subieran a su audio” (fue productor de televisión).

Mi madre fumaba a mis espaldas (según ella), hasta que un día le diagnosticaron cáncer de pulmón. Era demasiado sencillo descubrirlos y en cada ocasión se hacía más evidente lo horrible que es volverse débil, enfermo y cada vez más distraído, o algo peor.

Durante la década siguiente acumulé muchas páginas donde anotaba qué haría y qué no haría, aun cuando luchaba por saber con exactitud cuándo sería lo suficientemente viejo para seguir mis propios consejos.

Hace poco escuché en la radio a un sociólogo que llamaba a las personas en los inicios de sus 60, los “viejos jóvenes”. Imagino que mis “jóvenes adultos” sobrinos ya podrían considerarme “viejo, viejo”, pero aún no me siento tan viejo como para seguir mis consejos. Sigo escribiendo la lista, no poniéndola en práctica.

Cada punto en la lista refleja la frustración que siento al ver el precio que pagaron mis padres por su necedad.

Por ejemplo, la terrorífica forma de conducir de mi madre: el creciente número de raspones, y cosas peores en el auto, no la intimidó, e hizo caso omiso ante cualquier conversación que hablara de su capacidad al volante, cada vez más reducida.

Ante la desesperación, reporté a mi madre ante las autoridades y la llamaron para hacer una prueba de conducción. No aprobó y le revocaron la licencia. Eso humilló a mi madre y me atormentó a mí mismo.

Así es como aparece en mi lista:

“Si se pone en duda mi capacidad para conducir, no rechazaré el comentario de antemano por temor a perder mi independencia. Espero que para entonces haya automóviles autónomos. Si no funciona nada más, espero que alguien me denuncie”.

A medida que veía envejecer a mis padres, mi mayor preocupación era su fragilidad física, pues iba en aumento. ¿Quién no ha escuchado que las fracturas de cadera son causa de muerte entre las personas mayores?

Sé que mi padre sí había escuchado al respecto, pero solo porque le hablamos de ello hasta el cansancio.

Le señalé las consecuencias del orgullo de su propia madre al rehusarse a utilizar un bastón o una andadera: a los 84 años, la abuela se cayó cuando viajaba sola en el metro de Nueva York y esa caída fue el inicio de los meses que precedieron a su muerte.

Luego de literalmente cientos de caídas, ninguna de las cuales lo persuadió de aceptar ayuda o de usar un bastón, papá, a los 87 años, tuvo una caída muy fuerte y se fracturó cuatro costillas.

Ese accidente causó el inicio del camino hacia su muerte. Me pregunto: ¿será posible que mi conciencia triunfe sobre mi necedad (al parecer de origen genético)?

Así que en mi lista aparece lo que tantas veces le repetí a mi padre:

“Trataré de recordar que la mejor manera de seguir siendo independiente es aceptar grados menores de dependencia o asistencia. Prefiero usar una andadera antes que caerme y fracturarme los huesos”.

Una de mis amistades lo formuló de la siguiente manera: “Utilizaré una andadera para no caerme, incluso si no combina con mi atuendo”. ¿Alguien tiene andaderas creadas por diseñadores de moda?

Admito que la vanidad es algo que motiva la lista de cosas que debo hacer y las que no. Hace unos ocho años escribí:

“No culparé al perro de la familia por mi incontinencia. Elegiré pasar por la humillación de usar pañales para adultos antes que pasar por la humillación de mojar la cama y hacer que alguien más lave las sábanas”.

Durante años, mi padre eligió lo último. Demonios, quizá incluso me acepte como soy y deje de ver la incontinencia como una humillación.

También deseo mantener un poco el estilo. Mi madre, quien falleció a principios de este año, siguió tiñendo y peinando su cabello hasta el final, además de hacer que le pintaran sus uñas con manicura de color rojo selvático. Yo escribí:

“Si ya no puedo hacerme cargo de mi cuidado personal, buscaré ayuda. Si ya no me importa mi apariencia, buscaré otro tipo de ayuda”. Al menos quiero mantenerme limpio —oler fresco, como mi madre— de manera que la gente se siente a mi lado y sostenga mi mano.

“Blanquear los dientes” también está en mi lista. Una amiga mía escribió lo siguiente en su lista: “Vestir pantalones que al menos toquen el empeine de mis zapatos”.

Mi lista también reconoce mi predisposición al enojo, una característica que comparto con mis padres. Un año antes de la muerte de mi madre, su asistente le pidió en repetidas ocasiones que realizara ejercicios de respiración posquirúrgicos recetados por el oncólogo, pero odiaba hacerlos porque eran todo un reto.

Una tarde, llena de frustración, mamá se descargó con su ayudante con un lenguaje que me avergüenza reproducir, y fui yo quien recibió la llamada de la auxiliar para presentar su queja. En mi lista escribí:

“Si siento tristeza o molestia por lo que me sucede a mí o a mi cuerpo, haré mi mejor esfuerzo por no desquitarme con la gente más cercana a mí”.

“Seré amable”.

“Pediré disculpas”.

A medida que continúo mi marcha a partir de los 60 años, sigo completando y prestando atención a mi lista. Pero no olvido lo que dijo una de mis amistades:

“Es vital recordar que no importa lo mucho que nos repitamos que no seremos como nuestros padres, no importa cuán rápido y cuán lejos tratemos de correr en otra dirección, nos convertiremos en ellos”.

¡No, por favor!

Irónicamente, también tengo algunos consejos en ese sentido. Mi abuela, la que se cayó en el metro, en algún momento escribió una lista similar que encontré entre los documentos de mi padre. La suya incluía los siguientes puntos:

1. No te caigas.

2. Trabaja para controlar el olvido.

3. Piensa antes de hablar.

4. Come con moderación y no tantos postres.

5. Haz lo mejor posible. Aprende de tus errores.

Ciertamente espero aprender de sus errores y de los de mis padres y evitar cometer demasiados yo mismo. Pero, sobre todo, espero ser capaz de distinguir cuándo parar de agregar cosas a la lista y comenzar a seguir sus consejos.

(Con información de Steven Petrow, colaborador habitual de The New York Times, radica en Hillsborough, Carolina del Norte)

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