La “medicalización”, ¿una moda o un negocio redituable?

Hace poco atendí a una estilista que había pasado un año con síntomas vagos y variados. Lo que comenzó como unos cuantos dolores desagradables pronto se convirtió en un dolor debilitante en todo el cuerpo. Una grave fatiga se instaló en sus huesos: sostener unas tijeras o barrer el piso requerían demasiado esfuerzo. Dormía a ratos; su memoria decaía. Frustrada por tantos síntomas y tan pocas respuestas, comenzó a sentirse más ansiosa y deprimida.

Después de una serie de exámenes que no revelaron nada, nuestro equipo médico determinó que padecía fibromialgia. Las lágrimas inundaron sus ojos mientras le explicaba el diagnóstico y me preocupó haber sido tal vez demasiado brusco. Pero sus lágrimas eran de alivio, dijo, no porque los síntomas hubieran desaparecido, sino porque al fin tenía una respuesta, su dolor tenía un nombre.

Aquellos que sufren sin comprender las causas pasan por una especie de tormento único. El diagnóstico tiene un gran poder: puede ser reconfortante, aterrador y, en ocasiones, incluso sanador.

Por ejemplo, hay pruebas de que los pacientes que reciben el diagnóstico de fibromialgia por primera vez (una enfermedad para la que el tratamiento es limitado) pueden presentar menos síntomas, sentirse más satisfechos con su salud y, posiblemente, tener menos gastos.

Pero hace treinta años la fibromialgia no era un diagnóstico reconocido, al igual que muchos otros diagnósticos que ahora son más comunes y que hasta hace poco fueron reconocidos como enfermedades y tratados como tal.

Desde la década de los ochenta, ha habido una rápida expansión en la cantidad de diagnósticos médicos y en su complejidad: una moda conocida como “medicalización”.

En un estudio reciente se descubrió que el costo de doce nuevas enfermedades medicalizadas (como síndrome del colon irritable, trastorno por estrés postraumático, niveles bajos de testosterona o trastorno de déficit de atención e hiperactividad —TDAH—) ahora ronda los 80 mil millones de dólares anuales, es decir, el cuatro por ciento del gasto total en servicios de salud en Estados Unidos.

Es el equivalente a lo que se gasta en padecimientos cardiacos u oncológicos y más de lo que destina a iniciativas de salud pública.

Sin duda, nuestro armamento de diagnósticos siempre en crecimiento proporciona alivio, atención y una ruta de tratamiento para muchos pacientes que no habían sido diagnosticados o a quienes no era posible ofrecer un diagnóstico. Pero también podríamos estar medicalizando gran parte de la conducta humana normal, al etiquetar a la gente sana como enferma y exponerla a estigmas, análisis y tratamientos injustificados.

Los problemas para dormir ahora se califican como insomnio. La timidez es fobia social. El duelo es depresión. La infidelidad es adicción al sexo. No es que estas enfermedades no existan (el espectro de la conducta humana es muy amplio y los extremos representan una patología verdadera), pero es probable que estemos poniendo los límites en los sitios incorrectos, con consecuencias negativas para la salud y las finanzas.

El problema medular es que los diagnósticos medicalizados a menudo vienen con tratamientos también medicalizados: nuestra afición a las píldoras supera incluso nuestro deseo de tener un diagnóstico. Desde 1990, la cantidad de consultas por problemas para dormir se duplicó, y los diagnósticos de insomnio se han septuplicado, pero las recetas de medicamentos para dormir han aumentado más de treinta veces.

Esto resulta más preocupante en el caso de los niños. Aproximadamente el 12 por ciento de los niños en Estados Unidos ahora es diagnosticado con TDAH, y el diagnóstico por trastorno bipolar en niños se multiplicó por cuarenta entre 1994 y 2003. Ahora, la cantidad de niños que reciben medicamentos psicoestimulantes y antipsicóticos es cinco veces mayor de lo que era en la década de los ochenta. Actualmente, una cuarta parte de los niños y adolescentes toman medicamentos controlados de forma regular, y el siete por ciento de los adolescentes de mayor edad y los jóvenes adultos reportan que abusan de opioides; a la mayoría de ellos un médico les recetó los opioides por primera vez.

Con millones de estadounidenses tomando medicamentos peligrosos para diagnósticos dudosos, ¿será que hemos medicalizado nuestra vida cotidiana?

No son pocos los factores que nos han traído hasta este punto. Por ejemplo, la industria farmacéutica ha adoptado un papel activo, y en ocasiones dudoso, al definir y promover nuevos diagnósticos, a través de publicidad dirigida directamente al consumidor y esfuerzos de divulgación por parte de los médicos.

No obstante, a menudo se pasa por alto la manera en la que contribuye la psicología de los médicos y los pacientes. Las consultas médicas que no terminan con un diagnóstico definitivo (un reconocimiento evidente del enemigo) son inherentemente insatisfactorias. Los médicos, por su capacitación y jurisdicción, se sienten motivados a reunir una constelación de síntomas en algo que pueda ser comprendido, nombrado y tratado.

Tenemos a la vez un arsenal en expansión de medicamentos para arreglar los problemas de los pacientes y una reducción constante del tiempo en el que se hace. No es ninguna sorpresa que el camino más sencillo sea el de etiquetar y recetar, en lugar de explorar y resolver.

Los pacientes están motivados por el comprensible deseo de nombrar su enfermedad y aliviar su sufrimiento, y hoy muchos más pacientes tienen esa oportunidad. Pero también significa que gran parte de la experiencia humana normal se trata con recetas en lugar de paciencia. Quizá no sea ninguna novedad. Cada vez tenemos más soluciones sencillas al alcance de la mano: los módems de marcado dieron paso a la banda ancha; las tiendas están siendo reemplazadas por drones de Amazon; el cortejo ahora se hace en Tinder. ¿Está mal que los pacientes esperen soluciones rápidas de los medicamentos?

Un avance importante podría consistir en poner énfasis en los remedios que no requieren de receta médica. Para muchas enfermedades que se tratan con medicamentos, los cambios en el estilo de vida a menudo son tan efectivos como ellos, si no es que más (y no tienen efectos secundarios).

Los pacientes y los médicos también deben revisar con regularidad si un diagnóstico previo sigue aplicando después de un tiempo. Muchos pacientes diagnosticados con depresión, asma, reflujo ácido e insomnio podrían no cumplir con los criterios de estas enfermedades cuando se les hace una segunda valoración, pero con frecuencia siguen tomando medicamentos una vez que sus síntomas han desaparecido.

Lo que es más importante, debemos reconsiderar dónde deben estar los límites del diagnóstico. Muchos expertos creen que el péndulo fue demasiado lejos, tanto así que gran parte de la conducta humana normal ahora se considera dentro de los umbrales del tratamiento. Esta revaloración tiene más relevancia porque aquellos pacientes con síntomas leves, o que están en el límite, podrían tener menos probabilidades de beneficiarse con un tratamiento que aquellos con síntomas más graves.

Dar un diagnóstico es difícil. Puede ser un camino hacia la aceptación y el tratamiento o un camino hacia los riesgos y el estigma. La existencia de más diagnósticos significa que más pacientes pueden sanar, pero también que más pueden sufrir. Determinar quién puede resultar beneficiado (y quién lastimado) podría ser el diagnóstico más difícil de identificar.

(Con información de NYTimes)

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